“No todas las rosas son de la misma fragancia y magnitud, ni todas las estrellas esplenden de la misma manera en la inmensa bóveda del firmamento. Esto mismo acaece en aquestotro cielo de la Iglesia, en donde los santos fulguran en perpetuas eternidades; algunos brillan como estrellas en noche serena; otros se asocian en inmensas nebulosas trazando como senderos en ese mismo cielo; otros irradian la luz apacible del astro de la noche; algunos, finalmente brillan como soles a la mitad del firmamento: todos a su manera, enarran la gloria de Dios y nos dicen ser obra de sus manos.
En aqueste firmamento de la Iglesia Mexicana, entre la inmensa turba de jóvenes confesores de Cristo, se destaca como el sol la noble y gallarda figura de Anacleto González Flores, cuya grandeza moral desconcierta y cuya gloria supera a todo encomio”.
Mons. José de Jesús Manriquez y Zárate, Obispo de Huejutla
Luis Padilla Gómez, los hermanos Jorge y Ramón Vargas González y Anacleto González Flores, fueron aprehendidos y llevados al Cuartel Colorado de la Perla de Occidente en donde habrían de ser martirizados.
Llegó el momento para Anacleto, fue herido con un marrazo en el costado izquierdo, cayendo al mismo tiempo que recibía una lluvia de balas, siendo sus últimas palabras antes de la postrera tortura que le asesinó:
“General, perdono a usted de corazón; muy pronto nos veremos ante el tribunal divino; el mismo Juez que me va a juzgar, será su Juez; entonces tendrá usted un intercesor en mí con Dios… Una sola cosa le diré, y es que he trabajado con todo desinterés por defender la causa de Jesucristo y de su Iglesia. Vosotros me mataréis, pero sabed que conmigo no muere la causa. Muchos están detrás de mí dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad de que veré pronto desde el Cielo, el triunfo de la Religión y de mi Patria… Por la segunda vez oigan las Américas este santo grito: ¡Yo muero , pero Dios no muere! ¡Viva Cristo Rey!
A las dos de la tarde fueron los asesinatos de los mártires del Cuartel Colorado de Guadalajara, y a las ocho de la noche fueron entregados los cadáveres en la casa de los hermanos Vargas González: “Florencio Vargas acompañó por las calles los de sus hermanos” -había sido aprehendido junto con ellos , pero se salvó porque lo creyeron menor de edad, confundiéndolo con su hermano Ramón- y fué quien los entregó a su heroica madre. Cuando ésta los vió llegar, se adelantó a Florencio y le dijo “¡Ay, hijito!, que cerca estuviste de la corona y no la alcanzaste; ahora estás obligado a ser más bueno para merecerla”. El cadáver de Anacleto fué recibido por su esposa, y pronto aquella casa, testigo del buen padre, del apóstol, del inteligente abogado, del magnífico amigo, del elocuentísimo orador, del infatigable, del sublime Anacleto, se convirtió en un jardín de flores de toda la sociedad tapatía en profusión hizo llegar. Cuando todo estaba en silencio, la joven viuda acercó a sus hijos al cadáver de su padre, les mostró aquél rostro con las manchas moradas de los golpes alevosos, aquellos labios que tantas veces los habían besado, partidos y con las gotas de sangre coaguladas; aquellas manos que tantas veces los habían acariciado, desarticuladas por el martirio, aquel pecho abierto por las heridas, aquellos ojos inmóviles, como en un misterioso éxtasis, y ante esas santas reliquias, noblemente veneradas por ser padre y por ser santo:
“Mira -exclamó la viuda dirigiéndose al hijo mayor-, ese es tu padre; ha muerto por confesar la fe, promete sobre este cuerpo que tú harás lo mismo cuando seas grande, si así Dios lo pide”