Historia Cristera

Anacleto Gonzalez Flores

¡
 Reee...boozos!... ¡Re... boozooos finos! ¡Rebozos...! Pregonando así su mercancía, pasaba un muchacho de cabellera hirsuta, rostro vivo y simpático, una blusa colgante, unos pantalones raídos, y unos zapatos que, por la abertura de la punta, dejaban asomar los dedos, y parecían también gritar: ¡ya no podemos cumplir nuestro oficio! Iba el humilde rebocero, por una calleja de Tepatitlán, pueblo del estado de Jalisco, cercano a Guadalajara, cargando sobre el hombro una buena docena de los clásicos rebozos mexicanos, que él, con todos los de su familia que podían trabajar, fabricaban en un tallercillo instalado en una infecta casa de vecindad, un tugurio estrecho y mal oliente, compuesto escasamente de tres piezas: el taller, la alcoba de toda la familia, la cocina que servía al mismo tiempo de comedor, y un patiecillo donde escarbaban el suelo unas cuantas gallinas.
A la puerta de la casa, y obstruyendo el libre paso por la calle, el jefe de familia don Valentín González, a su vuelta de una prisión en las tinajas de San Juan de Ulúa, y los campos de Quintana Roo, había establecido un puesto de fierros viejos y cachivaches de toda especie, con cuya venta, bien escasa por cierto, en un poblado como aquel, sacaba algunos centavos, con los que ayudaba a lo obtenido en el trabajo de los suyos en el telar de rebocería. Él, viejo y cansado, enfermo de la malaria contraída en Quintana Roo, no podía ya trabajar de otra manera, sino sentado en la puertas de su casa, al rayo del sol, huraño, silencioso y meditabundo, cuidando su viejo bazar, y rumiando en su memoria los recuerdos de otros días más felices.
Nadie, en efecto, podría reconocer en aquel viejo arrugado, amarillo por la fiebre, y tembloroso, al valentón de otros años. Un día en que, cansado ya, con la señora María Flores y con una docena de hijos de los cuales el segundo era nuestro rebocero, le había entrado en el majín el imitar al cura Hidalgo, y hacer otra revolución de independencia, de la llamada entonces dictadura porfirista, en compañía de un grupo de vecinos tan exaltados como él montados todos en unos caballejos de mala muerte, y se le vio salir gritando por las calles de Tepatitlán: ¡Muera el mal gobierno! El resultado fue que aprehendidos inmediatamente los alborotadores con su jefe, fueron a dar todos a las tinajas de San Juan de Ulúa.
Dejó, pues, don Valentín abandonada su numerosa familia, y para poder subsistir se entregaron todos a la fabricación de rebozos. El hijo mayor era el jefe del taller y el segundo salía a venderlos por el pueblo y las rancherías de los alrededores.
¡Rebozos...! ¡Reeeeeboooo zooos... finos...! ¡Re... bo... zoooos!... A la puerta de otra casona de la vecindad del pueblo, dos comadres se comunicaban las noticias del día, cuando acertó a pasar junto a ellas el rebocero.
- Cómpreme usted un rebozo, doña Concha...
- ¡Ah  Dios! ¿Otro? ¡Con el que te compré la semana pasada...! ¿para qué quiero dos?
- Pos entonces usted, doña Pomposa...
- ¿Yo? ¿pos qué no ves que traigo el mío?... ¡Pa lo malos y caros que son los tuyos!...
- ¡Eso sí que no! No hay en todo Jalisco mejores rebozos que los que hacemos en casa, ni más baratos...
- No; no, ahora no los necesito.
- Pos entonces me voy, que tengo que ir muy lejos, al rancho de doña Mariquita, que me va a comprar uno-. Y diciendo y haciendo, el rebocero continuó su caminó, seguido por las miradas cariñosas de las dos comadres.
- ¡Has visto a Anacleto, Pomposa...! Dime no más; quien lo oye platicar, ni parece, y apenas sube en un cajón, la labia tan florida que tiene!...
Acababa en efecto de pasar el 16 de septiembre, y en el portalillo de la plaza de Tepatitlán, se había celebrado la fiesta cívica de la Patria, y el orador oficial había sido aquel muchacho rebocero, aquel Anacleto González Flores, que llegaría a ser una de las figuras más extraordinarias de la epopeya Cristera y un mártir de Jesucristo.
No se contentaba Anacleto con el trabajo constante, humilde y saludable para el cuerpo. Tenía un alma ardiente y enamorada de ideas más grandes. Por lo pronto aprendió uno de esos oficios o arte bella, que pule y eleva los sentimientos delicados del espíritu: la música. Y hétele aquí, que pronto formó parte de la banda del pueblo; la que los domingos y fiestas, en la plaza Tepatitlán, deleitaba, interrumpiendo la monotonía del trabajo servil, a los buenos vecinos del pueblo. ¡La serenata de los domingos! En que Anacleto, vestido con un limpio y reluciente uniforme, tocaba en el quiosco de la plaza, junto con sus compañeros, esos danzones y polkas tan gustadas en aquellos días por nuestros pueblos, dejó en el ánimo de Anacleto un recuerdo imborrable para toda su vida, entre pieza y pieza, acodando la barandilla del quiosco, que fue su primera tribuna, se divertía "chuleando" a las pollas, que perifolladas con el traje dominguero, se las arreglaban admirablemente para pasar con frecuencia cerca de aquel galán que les echaba las flores más lucidas de su repertorio literario. Porque Anacleto también poeta "a natura". La cultura en letras, que parecía tener, las había adquirido el pobre rebocero, en la lectura de periódicos y revistas en la barbería del pueblo, mientras esperaba su turno para la reparada consabida por el peluquero. Y en esa lectura había aprendido también, las parrafadas líricas de los discursos que, conociendo sus aficiones, le encomendaba el alcalde del pueblo para amenizar las fiestas oficiales de la Patria.
Ya se comprenderá, que con tales maestros, su literatura era un poco ramplona y cursi. El mismo con su claro talento, se daba cuenta de ello, y por eso, uno de sus más ardientes deseos era estudiar, ¡Estudiar! para saber, y poder hablar con los Lozano, los Ureta, los Moheno, las figuras cumbres de la oratoria mexicana de aquellos días; pues las palabras relamidas y untuosas que usaba, bien comprendía que traicionaban sus ímpetus oratorios; no era solo poeta, era orador "a natura". En resumidas cuentas un verdadero diamante en bruto, que aspiraba al pulimento conveniente, para que pudiese lanzar destellos de luz por todas sus facetas.
Pero el único centro de verdadera cultura en aquella región, era el Seminario de San Juan de los Lagos, ciudad cercana también a Tepatitlán; y los ojos y el corazón de Anacleto estaban puestos siempre en él. ¡Si yo pudiera ir allá!; ¡si yo pudiera...! Más para eso, tendría que dejar el trabajo conque ayudaba a sus hermanos y a sus padres a solventar la crisis de vida; y luego, por módica que fuera entonces la pensión de un estudiante, era siempre un pequeño desembolso, que sus padre no podían hacer cómodamente.
No era malo el muchacho, aunque un poco distraído, y sobre todo un galanteador empedernido de cuanta pollita se presentaba a su vista; decidor, alegre, parrandero, de buena presencia, aunque el continuo inclinarse sobre los hilos del taller, le había creado una incipiente joroba hasta merecerle el primer apodo de "el camello" que le pusieron sus compañeros de parranda.
Los grandes entusiasmos que bullían en el fondo de su alma, los había dirigido a conquistar el amor de las mujeres. No que fuera auno de esos llamados "fifíes" empalagosos y afeminados; por el contrario, la energía de su carácter, que no lograron nunca debilitar sus incesantes devaneos, se mostraba con tanta frecuencia, que insensiblemente lo hacían ya desde esta época frívola de su vida un verdadero jefe entre sus amigos, que le respetaban y le temían, aún entre las efusiones de la amistad y del cariño a que se hacía acreedor por el resto de sus cualidades.
Cierto día, un misionero de Guadalajara fue invitado a dar una misión en el pueblo. Como sucede en estos casos, todo el vecindario católico acudió a la misión, y Anacleto entre ellos, no sólo por seguir la corriente, sino también por esa su afición de oír a los oradores.
Dios se valió de ello para los fines de su providencia, porque Anacleto salió otro de la misión. Cayó entonces en la cuenta de la seriedad de su vida; de que ésta se nos da para glorificar de algún modo a Dios, y no para pasarla entre placeres y devaneos; se hizo reflexivo, piadoso, y sin disminuir en un ápice lo amable y alegre de su carácter, se resolvió a hacer algo que valiese la pena, por Dios y por la Patria, tan necesitada en esos días de hombres de valer, capaces de poner un dique a las malas ideas y la corrupción de las costumbres, que podían llevarnos hasta la apostasía nacional.
Para ello, para encontrar fuerzas y luz en la empresa, que sentía como un llamamiento o vocación de Dios, hizo el propósito de asistir cotidianamente al Santo Sacrificio, y comulgar con frecuencia; propósito que nunca más dejó de cumplir.
Y empezando desde luego a realizar su ideal apostólico, en las tardes de los domingos, antes de la serenata, reunía a los desarrapados chicuelos de la aldea, los llevaba a pasear a las afueras de la población, para el mismo tiempo enseñarles el catecismo.
No faltó entre los pudientes de Tepatitlán, alguno que notara los nuevos rumbos de la vida del simpático rebocero, y le propuso caritativamente, nada menos que el objeto de sus deseos de tanto tiempo atrás, llevarlo al seminario de San Juan de los Lagos, y costearle todos los gastos de sus estudios.
Así fue como en septiembre de 1908, cuando tenía ya los 20 años, se separó de los suyos para ingresar en el seminario, no con el anhelo de hacerse Sacerdote del Señor, para lo que no tenía vocación, sino para convertirse en un apóstol seglar culto, futuro guía de la juventud que, como la suya hasta entonces, vagaba sin rumbo fijo por los eriales de la patria mexicana.
Anacleto era uno de los caracteres viriles, que cuando se proponen algo, no descansan ni aflojan en su constancia hasta conseguir su objeto, por más dificultades que se les atraviesen.
Había ido al seminario de Lagos a estudiar y comenzó a hacerlo de tal modo y con tal aplicación, que a los tres meses, con asombro de sus compañeritos, niños todavía de pantalón corto, se vio hasta ayer obrero y culto, y de veinte años de edad, poder sostener una conversación en latín con su profesor. Y así siguió con tal aprovechamiento que al año siguiente ya podía sustituir a algún profesor que por cualquier motivo faltara a su clase. Fue entonces cuando sus compañeros, admirados, le pusieron el sobre nombre del "maistro", que le venía tan bien, y era tan revelador de la personalidad de Anacleto, que se le quedó para siempre.
"Es insólito e inexplicable humanamente", escribía D. Efraín González Luna, su pariente y testigo de su vida. "Solo una vocación providencial especialísima es la clave de la vida de Anacleto".
"Su infancia está rodeada de un medio sin tradición, sin horizontes, sin nada que trascienda de una mediocridad muy limitada. Ni la intensa pulsación de la religiosidad, ni la audacia y energía en la acción, ni el anhelo intelectual, ni la apostólica generosidad, pudieron tener en los suyos y en su medio, un punto de partida, o siquiera un punto de apoyo. Todo lo empujaba a una modesta y estéril oscuridad. La pobreza, que él amó siempre a pesar de haber sido duramente pobre, y de que pudo dejar de serlo sin grandes esfuerzos, le impuso en la adolescencia el yugo bendito del oficio manual. Luego, músico ínfimo de su pueblo natal, encontró en éste, que no deja de ser un oficio para elevarse a un arte, ocasión para vislumbrar el mundo de la belleza, con atisbos humildes, que nunca olvidó y que probablemente fueron el germen de su constante devoción estética".
Del Seminario de Lagos como pasó a estudiar la preparatoria, al de Guadalajara, siempre protegido por sus buenos amigos que por la espléndidas calificaciones que obtenía en todos sus exámenes veían en él algo prometedor para la patria. Con el mismo éxito terminó sus estudios en el Seminario y en 1913 se matriculó en la escuela libre de Leyes de la Capital Tapatía.
Unido a otros estudiantes de diversas materias, de varias poblaciones de Jalisco, formaron una casita humilde bajo la dirección de una pobre vieja que llamaban cariñosamente doña Giro (doña Gerónima), y a la casa tanto por esta circunstancia, como por formar todos los estudiantes una especie de partido de oposición a las ideas revolucionistas, le pusieron el nombre de "La Gironda", como los célebres oposicionistas de la Revolución Francesa.
Y entonces Anacleto, ya con bastantes conocimientos, comenzó también a dar clases de Apologética e Historia, en algunos colegios particulares y así ganar algún dinero, para las necesidades de la vida de sus estudios. Inmediatamente que logró esto se apersonó con sus protectores de los años pasados, para darles la gracia por su caridad y rehusar en adelante aquella ayuda, que ya por sí mismo podía encontrar en su trabajo.
No trato de escribir una biografía completa del "maistro" Anacleto.
Otros, y entre ellos, Efraín González Luna y Antonio Gómez Robledo, sus amigos y testigos, ya la han hecho, y por cierto los dos últimos admirablemente.
Gómez Robledo, sin embargo, con una fina ironía, critica la información escolar de aquellos tiempos, prefiriendo los métodos modernos, a los estudios clásicos (1). No es lugar éste para discutir la excelencia y superioridad de un método sobre otro. El hecho es que Anacleto en el estudio y formación por medio de los clásicos de la antigüedad, templó su alma y fortificó sus ideales de algo mucho más grande y noble, que no era la prosperidad económica, ideal éste general en la gran mayoría de los jóvenes que se forman con los métodos modernos. Él se levantaba mucho más alto que el amor a los bienes de la tierra, algo más digno del hombre. Era si se quiere un Quijote, en comparación con los Sancho Panzas de nuestra juventud moderna. "No hemos nacido, se decía, únicamente para comer frijoles, sino para trabajar por el bien de la sociedad, de nuestros hermanos, por el progreso intelectual y moral, especialmente de todos lo hijos de una misma patria, por el honor y glorificación de Dios, y la consecución del último fin para que fuimos creados".
Tenía una vocación especial de "apóstol seglar" y naturalmente, Dios que lo llamaba a eso le había dado las cualidades requeridas para el mejor desempeño de su misión, cualidades que no trató de ocultar como aquel hombre de los talentos de la parábola, sino que puso en acción, como los otros de la misma parábola, alabados por Jesucristo.
Ya le hemos visto desde su conversión dedicarse en tiempos libres a reunir rapazuelos para enseñarles el catecismo; y esta ocupación le era tan querida, que en los años posteriores durante sus estudios no la abandonó nunca. En Guadalajara ideó un arbitrio curioso para reunir a los chicos de la vecindad. En una de las ventanas de la casa de la "Gironda", logró colocar un viejo fonógrafo que pagó poco a poco con sus exiguas entradas. Las tardes de los domingos lo ponía a funcionar temprano, y los muchachos, atraídos por la novedad y la destemplada música del fonógrafo, se reunían poco a poco frente a la morada estudiantil; cuando ya había un número suficiente los invitaba tan entusiasta y atractivamente a entrar en el patio, que pocos lo rehusaban, y entonces con habilidad suma e interés creciente, les explicaba el catecismo por un buen rato, para terminar con otra audición fonográfica.
La situación general de nuestra patria, dominaba desde los tiempos de Juárez por el laicismo liberal, era algo que no podía soportar, y le llenaba de amargura, sobre todo con la consideración de que, en gran parte, los culpables de aquello eran los mismos católicos.
 

Oigámosle a él mismo, en un bello artículo, que escribió en un periódico fundado por él, La Palabra, porque también esgrimió la poderosa arma de la prensa contra los enemigos de Dios y de la Patria: - "Si hemos de ser sinceros y deseamos sanar - escribe en su artículo hacia todos los vientos-, debemos empezar por conocer, que nada nos ha perjudicado tanto, como el hecho de que los católicos nos entreguemos a vivir con éxtasis en nuestros templos y abandonemos todas las vías abiertas de la vida pública a todos los errores. En lugar de haber estado en todo en todas parte, especialmente allí donde hicieron su aparición los portaestandartes del mal, nos encastillamos en nuestras Iglesias y en nuestros hogares. Y ahí estamos todavía.
Nos parece que vasta rezar, que basta practicar muchos actos de piedad y que basta la vida del hogar y del templo para contrarrestar la inmensa conjuración de los hijos de Dios.
 

Y les hemos dejado a ellos la escuela, la prensa, el libro, la cátedra en todos los establecimientos de enseñanza, les hemos dejado todas la rutas de vida pública y no han encontrado una oposición seria y fuerte por los caminos por donde han llevado la bandera de la guerra contra Dios.
Y han logrado arrebatarnos la niñez, la juventud, y las multitudes, y todas las fuerzas vivas de la sociedad con rarísimas excepciones. Y nos han arrebatado todas nuestras fuerzas, porque, claro está, que con nuestra acción recluida dentro de nuestros templos y de nuestras casas, no hemos podido defender, no hemos podido amurallar el alma de las masas, de los jóvenes, de los viejos y de los niños.
Y tenemos necesidad urgentísima de que nuestros baluartes se alcen dentro y fuera de nuestras Iglesias y de nuestros hogares, para que cada corazón, cada alma, nos encuentre en plena vía pública para conservar los principios que hemos sembrado en lo íntimo de las conciencias, dentro del santuario del hogar y del Templo.
Y si la guerra contra Dios se ha encontrado furiosamente en la calle y en todas las vías públicas, y si las paredes de nuestras iglesias han tenido que sufrir duros golpes, ha sido fundamentalmente porque la acción de los católicos se ha limitado a hacerse sentir dentro de los templos y de las casas.
Y urge que en lo sucesivo, el católico rectifique radicalmente su vida en este punto y tenga entendido que hay que ser soldados de Dios en todas partes: Iglesias, escuelas, hogar; pero sobre todo ahí donde se libran las ardientes batallas contra el mal.
Porque si continuamos como hasta ahora, entregados al éxtasis en nuestras casas e Iglesias y no procuramos luchar también ahora, el próximo cataclismo nos dejará los cuatro vientos, y tendremos que sentarnos como el célebre Mario, a llorar sobre la ruina de nuestros hogares, por no haber querido combatir en todas las vías y en todos los caminos por donde galopan los corceles del ejército del mal.
"Procuremos hallarnos en todas partes con el casco de los Cruzados... Y combatamos sin tregua con las banderas desplegadas a los cuatro vientos".
He querido citar tan largamente al mismo Anacleto, periodista y maestro de acción, tanto para explicarnos la razón fundamental, que él admirable y justamente señala, de la causa porque en un pueblo católico como el nuestro, pudo tener lugar la terrible explosión de la conspiración contra el orden cristiano, o sea, la persecución anticatólica de los callistas, que hizo entre los mexicanos tantos mártires; como para exponer con sus mismas palabras, el espíritu que animaba a este futuro mártir de Cristo, y que le movía a realizar de una manera esplendorosa su vocación de "Apóstol Católico Seglar".
Porque allí está, en esa clara visión de la deplorable situación a que nos había reducido el liberalismo triunfante en nuestra patria, y el deber de todo hijo de la Iglesia Católica de defender su Fe y el libre ejercicio de sus derechos, abandonando la actitud pasiva de más de medio siglo de los católicos, frente a frente del enemigo que en ella encontraba su mayor fuerza, a la causa de esa actitud gallarda de luchador cristiano que asumió el "maistro cleto" desde su misma juventud.
Si los católicos, a la caída del partido conservador, tras el infeliz ensayo del imperio de Maximiliano, no se hubieran retirado doloridos y desalentados de la palestra; si hubiera habido entre nosotros desde aquel entonces algunos "maistros cletos" como éste, México no hubiera pasado por las horas amargas de la persecución.
No fue ciertamente Anacleto González Flores, el único mexicano que pensaba así, a cerca de la culpabilidad de los católicos mismos, por su desaliento en la lucha contra las fuerzas del mal, de la terrible situación a que nos había reducido el laicismo liberal.
El Lic. Miguel Palomar y Vizcarra fue, si no el primero, sí de los primeros que se enfrentaron contra la "cuestión social", para resolverla, de acuerdo en un todo, con las enseñanzas del inmortal León XIII. Anacleto tenía en esos momentos solo 10 años de edad.
En la capital de la República, en el año de 1913, un grupo de jóvenes valientes, bajo la inspiración del P. Jesuita Bernardo Bergoend, había dado principio a la inmortal A. C. J. M., que en los años de su existencia forjó tantos caracteres varoniles, lanzándolos a la lucha por Dios y por la Patria. Anacleto tuvo conocimiento de ello, y se entusiasmó hasta el punto de que quiso, con todo empeño, establecer un grupo de dicha asociación, en la capital del Edo. de Jalisco. En ella veía la realización de uno de sus sueños dorados más vehementes, porque en la juventud había puesto todas sus esperanzas generosas, para el mejor futuro de México. Así fue como en 1916, en unión con otros jóvenes sus amigos de "la Gironda" y sus discípulos, dio principio al grupo jalisciense del que naturalmente fue constituido jefe. Estaba bien preparado para ello, y durante once años, fue como una prolongación de su hogar y el centro de sus principales actividades religiosas y patrióticas.
Cuando llegó la hora de que contrajera matrimonio con una destacada y piadosa señorita de la sociedad tapatía, fue en el oratorio de la casa donde se reunía la asociación, donde se empeñó en contraerlo, y apenas su primogénito tuvo la edad requerida fue inscrito por él, en el número de sus Vanguardias. Por su parte la A. C. J. M. lo ha considerado siempre y lo considerará en el futuro como uno de sus más destacados elementos y jefes.
Aun antes de establecerla había ya hecho, como si dijéramos, ensayos factuosos de ella, con la formación de varios círculos de estudios de historia, apologética, sociología, etc., tales como los llamados "Agustín de los Ríos" y "Aguilar y Marocho", y él los animaba, dirigía, les daba certeras direcciones, resolvía con gran competencia las objeciones en toda la materia de aquellos estudios.
Y no sólo en el mero orden intelectual, se dedicó al cultivo de la juventud. Estableció también un cuerpo de carácter militar, al que dio nombre de "Patriae Falanx" (La Falange de la Patria) en la que los jóvenes se entrenaban en el servicio militar y los ejercicios deportivos destinados a fortalecer el cuerpo. Soñaba con llegar a establecer una verdadera "Guardia Nacional" preparada a todo evento.
Presentóse por entonces a Anacleto, una dificultad gravísima, capaz de echar por tierra todos sus grandes proyectos. Ya muy adelantado en sus estudios para la abogacía, El gobierno dio una de esas llamadas leyes, destinadas a vejar a los católicos, y aún de carácter retroactivo. De buenas a primeras, decretó que no eran válidos los estudios preparatorios que no se hubieran hecho en los colegios oficiales, y de tal modo y con tanta malignidad, que era preciso al candidato a una profesión, volver a estudiar todo lo ya pasado y aprendido, para acomodarse al nuevo plan de estudios.
Otro, que no hubiera sido Anacleto, se hubiera desesperado, por tantos años perdidos, aunque tenía la conciencia de haber hecho algunos estudios, más que suficientes, y con provecho, en el seminario. Anacleto se resignó y volvió a comenzar aquellos estudios, que le retrasaban inútilmente su carrera.
Y vencido, con el tesón y la constancia que ya le conocemos, el obstáculo, logró al fin recibirse de abogado.
No era, por cierto, esa profesión, adquirida a costa de tantos trabajos y sudores, desvelos y miserias, algo que consideraba como un remedio a su pobreza y un comienzo de prosperidad material. Jamás Anacleto se preocupaba por eso. El lo que quería era hacerse un hombre útil a la causa de Dios y de la Patria, a la que había consagrado su vida. No le faltaron ocasiones en el México oficial corrompido, de aquel tiempo, para lograr una posición económica, más que regular. Pero jamás quiso ocuparse de negocios sucios, aun bien remunerados, y estimó como una grave injuria, que se le hacia, la proposición de uno de esos agentes de las logias, para entrar en la masonería, que deseaba contar entre los de "los tres puntos" a un hombre de sus talentos, y arrastre; ya que ella - la secta- se comprometía a darle uno de esos jugosos puestos en la policía, destinados, como sabemos, a los hijos de la viuda.
No; jamás vendería su alma al diablo, por unos mendrugos de pan, no obstante que esos mendrugos le venían bien para él y su familia, en el terreno de lo humano. La estimaba en más, ¡mucho más! porque sabía que su valor era, el de la misma Sangre Divina de Jesucristo.
En cuanto a la pobreza, él le había conocido muy de cerca desde su menesterosa infancia, porque había sido un baluarte para él, contra las seducciones con que el mundo quiere arrastrar al joven a su ruina y degradación. Nació muy pobre, su adolescencia y juventud se movieron casi en la miseria, siguió siendo pobre toda su vida y murió pobre, y con la pobreza, como decía nuestro Salvador, se ganó el reino de los cielos. Los mundanos no entienden este valor de la pobreza y se horrorizan de ella. ¿Qué importa? Jesucristo, que es la misma Verdad, y que pudo realizar su obra de Redención fuera de ella, la escogió y la bendijo no solo de palabra, sino con toda su admirable y divina carrera de Redentor:
Eso no quita, que no reconociera la necesidad urgente de levantar el nivel económico del obrero, del trabajador, de las ciudades y del campo. La injusticia del capitalismo liberal, le sublevaba. Sabía perfectamente que no sólo de pan vive el hombre, pero que también vive de pan, y para resolver la terrible cuestión social, y asociándose a otros nobles mexicanos de sus mismas ideas, como el Lic. Gómez Loza, gran conocedor del problema agrario, fundó la Unión Popular, una de sus más bellas y útiles empresas y se adhirió a la Confederación Católica del Trabajo con todo el entusiasmo que ponía en las obras de la gloria de Dios y bien de la Patria.
Por lo demás como sabemos, no hacía en esto otra cosa que seguir como buen hijo de la Iglesia, que siempre había sido y quería ser, las enseñanzas admirables del gran Pontífice León XIII.
El mismo, en un artículo suyo nos dice lo que era esa famosa Unión Popular: "Es el factor principal de que se han servido los católicos alemanes para alcanzar el nivel de respeto y preponderancia que tienen en su patria... Por su estructura, por sus estatutos, por su organización, es ante todo una escuela de esperanza, de optimismo, de aliento, de caracteres, de constancia, de firmeza, y por esto cada socio y sobre todo cada jefe, debe tener entendido que dado el primer paso no habría que retroceder, no habrá que volver los ojos hacia atrás para medir lo andado con ánimo de fatigar el espíritu ante los desastres sufridos ante las derrotas padecidas o ante la persistencia de los obstáculos y las dificultades".
Las actividades del "Maistro Cleto" pronto de tradujeron en una elevación del catolicismo en el Estado de Jalisco: se abandonaba ya, por todas partes, la apatía y dejadez que tanto tiempo había reinado entre ellos. Su interés por la cosa pública trascendía fuera de las Academias y de las Escuelas: se veía palpablemente por los discursos, los escritos y otras manifestaciones de la juventud, que se estaban preparando con energía los hombres del futuro político, cultural y religioso de México.
Los conspiradores contra el orden cristiano se alarmaron. Tenían en sus manos un instrumento de perversión eficaz: la Constitución impía de 1917, que hasta entonces en muchos casos era letra muerta, pues no se habían atrevido todavía a llevar a la práctica todas sus disposiciones; y decidieron que ya era la hora de reglamentar y hacer observar los artículos de dicho mamotreto de Querétaro, los más opresivos de la conciencia católica.
"Memorable ridícula, bufonezca hasta el extremo, fue la sesión del congreso local de Jalisco del 31 de mayo de 1918, que iba a desencadenar la persecución religiosa -dice Gómez Robledo. Urgía reglamentar totalmente el artículo 130 de la constitución, y cada Padre conscripto llegó a su curul. Pertrechado de argumentos histórico-filosóficos contra las religiones, aprendidos en las peluquerías. El diputado Sebatián Allende, anuncia que "se va a permitir hacer un poco de historia" y sigue: "la humanidad, desde sus más remotos tiempos desde la época del hombre primitivo, ha estado dominada por las castas sacerdotales. Con esto se explica por qué aquellos hombres carentes de ilustración y de civilización, no comprendían el por qué de algunos fenómenos que ellos creían se debían a alguno, que estaba por encima de la individualidad propia". Cita luego a Galileo y la Revolución Francesa. Por su parte, Alberto Macías, el principal fautor de la legislación antireligiosa de la época establece resueltamente: "Digamos cual es el número, que debe haber de Sacerdotes en Jalisco, y no vayamos a preguntar a nadie si es legal o no, la determinación que hemos tomado". Cita también la historia, para probar que "las religiones son la absurdidad (sic) por excelencia": que "los señores que están dominados por la sacristía y el turíbulo, son sanguijuelas que están subcionando (sic) sin piedad, la sangre del pueblo" e invoca patéticamente la cremación brahmánica de las viudas, para comprobar los crímenes de las religiones".
Tras tanto el escrúpulo legal y acopio tanto de investigaciones prehistóricas, fue aprobado el famoso decreto 1913, por cuya virtud solo podría oficiar en el Estado de Jalisco un Sacerdote por cada 5000 habitantes, y puesto en vigor el 3 de julio de 1918.
El Señor Arzobispo de Guadalajara, Mons. Orozco, antes que someterse a aquel improcedente y dejactorio decreto contra el catolicismo, dio la orden de la suspensión de cultos, prenuncio y ejemplo de aquella otra suspensión general en toda la República, que por los mismos motivos habían de ordenar todos los prelados mexicanos con anuencia de la Santa Sede, años después.
El "Maistro Cleto", y sus compañeros de apostolado, iban a entrar en acción, para resistir a los necios conspiradores.
El decreto del 3 de julio de 1918, sobre el número de Sacerdotes en Jalisco, autorizados para ejercer su ministerio, uno por cada 5000 habitantes; la Pastoral del Sr. Arzobispo Orozco, rechazándolo y suspendiendo el culto; y los escritos de los católicos sobre el asunto, excitaron naturalmente la opinión pública, bajo la impulsión de los jóvenes de la A. C. J. M. cuyo presidente era Anacleto, comenzaron a llover ante el gobierno multitudes de protestas.
El ataque fue triple: económico, de opinión y de burla.
Organizóse un boycot escrito, que disminuyó extraordinariamente el público de las salas de espectáculos, y mermó considerablemente las entradas de los comerciantes. En San Juan de los Lagos, por ejemplo, que fue, de entre las Ciudades de Jalisco, la que mejor respondió a las directivas de Anacleto, todas las casas aparecieron con moños negros en las fachadas en señal de luto por el duelo de nuestra Madre la Iglesia, y se avisó a todos los grandes comercios que no se harían más pedidos mientras que la Iglesia no recobraba su libertad. De la opinión general, vinieron esas protestas de todo género del que acabo de hablar; y la mofa la llevaron a cabo los mismo acejotaemeros, que se instalaron en los escaños de la Cámara, para corear con rebuznos, relinchos y gruñidos, etc., todos los discursos de los diputados.
El gobierno no sabía que hacer, y el general Diéguez, que era el jefe de las armas, respondió a una comisión que lo interpeló: "Que no le constaba que todo el pueblo estuviera en desacuerdo con el decreto".
Preparóse entonces una manifestación monstruo, que a modo de plebiscito, manifestara ante el mismo Diéguez, ante su misma casa, su aprobación.
El general no pudo menos de salir al balcón aquel día 22 de junio, porque la multitud se lo pedía a gritos.
Anacleto tomó la palabra, "Haciendo responsable al general, como consejero que era del Gobernador, de la discordia, que las leyes inicuas hacían cundir entre los mexicanos, si no prestaba su apoyo decisivo a la derogación de aquel decreto".
Es el mismo Anacleto el que refiere la escena: "La primera frase dicha por Diéguez fue: "Ante todo, habéis sido reunidos aquí por un engaño". Entonces rugió la multitud indignada, millares de abrazos se alzaron para protestar; se agitaron en el aire sombreros y paraguas; y se oyó uniforme, estruendoso, como el bramido del océano, un "no", enérgico y repetido por tres o más veces -Os dijeron, añadió Diéguez, que yo quería una demostración de que sois católicos, - Si, sí - gritó estrenduosamente la multitud. -Pues bien, ya lo sé, ya lo sabía hace mucho tiempo, pero vuestros sacerdotes os engañan, os han engañado siempre. -¡No, no! -contestaron los católicos. -Ellos no quieren acatar la ley obedeciendo el Decreto. Pues bien, no tenéis más que dos caminos: acatar el Decreto expedido por el Congreso o abandonar el Estado como parias". -Resonó entonces una estrepitosa carcajada, en tanto que Diéguez volvía la espalda a la multitud, y ésta se desataba en duras maldiciones.
Desde luego se comprendió, por la actitud de Diéguez, y por la prohibición de la prensa, de que diera cuenta de aquella manifestación que se había iniciado la derrota del gobierno perseguidor, y se apretó más la presión con las protestas que de todas partes llegaban al Congreso, por fin el 4 de febrero de 1919 el Decreto fue derogado.
Pero aquel triunfo indudable, vino a reforzar en el ánimo de Anacleto la idea que había concebido desde la derrota de Villa, de que no por la fuerza, sino por la resistencia pacífica, y con la sangre de mártires únicamente, entre cuyo número aspiraba a contarse él algún día, era como había de obligarse a los conspiradores contra el orden cristiano de la sociedad, a cambiar de procederes.
Bellísimos sentimientos y muy cristianos, con tal que no llegaran, como propendían a hacerlo, hasta el extremo de negar la legitimidad del derecho de defensa propia y del prójimo débil, contra las malandrinadas de los perversos. De no ser legítimo ese derecho de defensa, la sociedad, y en especial los mejores ciudadanos quedarían a merced de los pícaros, con las manos atadas. ¿Quién no ve que ésto sería ruina de toda sociedad, de toda paz y de todo progreso? Jamás la Doctrina Cristiana, por más que se aleguen algunos textos del Evangelio, sacándolos de su contexto, que los explican y los ponen en su punto, ha pretendido que no se pueda rechazar legítimamente la agresión injusta, aun con la fuerza si es necesario, sobre todo si es agresión es contra los derechos de los más débiles, del inocente, de los intereses religiosos del alma, y del honor de Dios y de su Iglesia.
¿A dónde hubiera ido a parar el cristianismo, la Iglesia la Verdad, si sus hijos de todos los tiempos se hubieran contentado con una pasividad que les hubiera acarreado, ciertamente, la gloria del martirio a ellos, pero dejando sin defensa a la madre Iglesia?
El mismo Anacleto, en las palabras que íntegramente cité de su bello artículo Hacia todos los vientos, confesaba que la culpa de la situación dolorosa en que se debatía la Iglesia mexicana era de los mismos católicos, por su desaliento, y su retirada de la lucha, después de la caída del Partido Conservador en Querétaro.
Pero ahora, dejándose llevar más bien de su noble sentimiento, que de los dictados de su razón, aconsejaba, sí, y promovía con toda su fuerza intelectual y moral, la lucha pero con tal de que fuera solamente una resistencias pacífica hasta el martirio de los luchadores.
Enamorado y con justicia de los procedimientos de los católicos alemanes que con su resistencia pacífica habían logrado ponerse en los destinos de aquella nación, pretendía de que en nuestro medio, tan distinto de aquel pueblo disciplinado y reflexivo hasta lo sumo, se obtuvieran los mismos resultados que allá. ¡Y era él, el que cuando se oponían a la mejor organización de la Unión Popular, que había fundado implantando en ella algo semejante a las organizaciones de los católicos belgas, alegando que eso era desconocer en lo absoluto la idiosincrasia de nuestro pueblo, ahora pretendía aplicar entre nosotros, tan mal educados por la serie dolorosa de tantas revoluciones como habían trastornado el recto juicio de nuestros dirigentes, los procedimientos exóticos de un pueblo Europeo tan disciplinado como el Alemán!
Tales ideas fueron causa de los muchos sinsabores y por decirlo claramente, de las muchas humillaciones que amargaron sus horas en este periodo de su vida.
Pero de todas ellas salió triunfante y purificado, gracias a su sólida formación cristiana, a su humildad generosa y a la gracia de Dios, que se le comunicaba en la recepción cotidiana de la Sagrada Escritura.
Era tanto su deseo de comulgar diariamente, que padeciendo con frecuencia unos terribles dolores de estómago, los que por experiencia sabía se calmaban inmediatamente con tomar cierta medicina, si alguna vez el acceso del dolor le venía después de la media noche, prefería soportarlo heroicamente antes de tomar la medicina que le impediría, por la ley del ayuno eucarístico recibir en la mañana siguiente el Pan de los fuertes.
La Unión Popular que había fundado enfocada a todas sus actividades en defensa del orden cristiano, hacia tres puntos que son como los baluartes de su defensa, Catecismo o instrucción religiosa, escuela y prensa. En su florido lenguaje lo proclamó abiertamente: " Volver a su sitio de honor al viejo Ripalda, que como el Atlas de la mitología mantiene recias y firmes aun las piedras centrales: Autoridad, Propiedad, Familia, Conciencia; acabar con la más vieja y peligrosa úlcera de nuestra sociedad: Escuela laica; y formar un ejército no de acero, sino de papel de periódico".
Acerca del Catecismo, todos los de la Unión Popular, se hicieron catequistas de un modo o de otro, ya sabemos cómo el mismo Anacleto no se desdeñaba de reunir a los rapazuelos para explicarles el Ripalda.
La Unión muy en breve sostuvo donde se establecía y ya irradiaba por otros Estados limítrofes de Jalisco, escuelitas primarias de carácter religioso, y por su prensa fustigaba sin piedad a la escuela laica. Oigámosle: "Entre el sol de las almas, que es Dios, y el niño, aparece el maestro laico como espesa sombra. La escuela laica arranca, atrofia, debilita el fondo de combatividad natural del alma humana. Hace espíritus neutros, que no sirven más que par formar ejércitos de parias y de nulidades que todos los días barren los audaces sin ningún esfuerzo. La escuela laica es la escuela del miedo. Porque el niño y el joven aprenden, aunque los profesores sean Santos, a buscar al sombra para hablar de Dios, a ocultarse a las miradas escrutadoras del Gobierno al referirse a Dios, a temblar cuando en la explicación lógica de la historia y la naturaleza sea necesario inclinarse ante Dios, Señor de la vida y aliento de hombres y pueblos".
No se puede pintar mejor el desastre a que nos han llevado las escuelas laicas, impuestas por el gobierno mexicano, aun a los católicos, aun a los religiosos, que se ven obligados a burlar las leyes, pero tienen que poner un freno a su celo por la gloria de Dios, no hablando de El en las cátedras, ni dando manifestación alguna de El, ni siquiera en las desnudas paredes del colegio.
Un periodiquito clandestino Gladium escrito por Anacleto, difundía estas y otras ideas, con una constancia y un valor que excitaba las iras de los conspiradores anticristianos y lo perseguían sin poderlo ahogar, mejor dicho aumentando su auge constantemente, hasta llegar a tirarse cien mil ejemplares de cada número.
Y en estas actividades empleada la vida noble y generosa de Anacleto, llegó por fin el estallido de 1926, dirigido no ya por un segundón de mala muerte como Diéguez, sino por el que los mismos conspiradores llamaron el "hombre fuerte" de la revolución: el General Calles.
La Unión Popular abarcaba tan solo el Estado de Jalisco, y algunas regiones limítrofes, en sus actividades. Era necesaria alguna cosa semejante, que abarcara toda la república, y así fue como, una vez iniciado el Conflicto Religioso, se fundó en la Capital de la República, la "Liga de Defensa de Libertad Religiosa", bajo los auspicios del Episcopado, Anacleto comprendió desde luego la utilidad de la Liga, para tratar de resolver el problema, que él había pretendido resolver con la Unión, e inmediatamente se unió a la agrupación capitalina, con la Unión Popular, que quedó como sociedad auxiliar y confederada de la Liga. Así, él mismo fue designado como jefe local, para el Estado de Jalisco de la Asociación Nacional.
Y con tanto mayor gusto, se adhirió con los suyos a la Liga, cuanto que esta, como sabemos, comenzó a poner en práctica el boycot, resistencia pasiva, que tan buenos resultados dio en Guadalajara, en el asunto de 1918. Es muy justo consignar, que los ya entrenados tapatíos, en esa clase de resistencia, fueron los que dieron más fuerzas al boycot, en tanto que en los otros Estados de la República, no fue secundado con la misma energía y universalidad, lo que en la idea de Anacleto, hubiera sido infalible para el éxito.
En Guadalajara, el mismo "Maistro Cleto", fundó otra agrupación femenil de señoritas, que se repartían por la ciudad, y se apostaban en la cercanía de los centros de inversión, para rodar con toda atención a los que a ellos se dirigían, se abstuvieron de hacerlo, en atención al luto de toda la Nación, por la suspensión de los Cultos. Como las señoritas se presentaban rigurosamente enlutadas, y con súplicas conseguían sin gran dificultad, el efecto deseado del boycot, para dichos espectáculos, el pueblo le puso el nombre de La Langosta Negra a su valiente agrupación.
La experiencia demostró, tanto a os jefes de la Liga, como al mismo Anacleto, que dado la naturaleza de nuestro pueblo, especialmente la de los perseguidores, los medios pacíficos de resistencia, el boycot, y la petición de las Cámaras, suscritas por dos millones de firmas auténticas y enviada al cesto de los papeles inútiles sin ser leídas siquiera, no lograban el efecto, que sin duda ninguna en otros pueblos hubieron conseguido, y no hubo más remedio, que acudir a la defensa armada, porque los asesinatos de católicos y Sacerdotes se multiplicaban por todas partes, a una con las más atroces vejaciones para todo lo que tuviese carácter religioso católico.
Convencido por fin Anacleto, con una generosidad y humildad que le honran, aceptó contra toda su actuación anterior el carácter de jefe civil local de la defensa armada. El no iría al campo de batalla, pero con el mismo entusiasmo y tesón de siempre, se entregó a organizar, sostener y transmitir las órdenes que recibía del centro, respecto a dicha defensa. Tanto más que por todas partes surgían levantamientos de los católicos, y en Jalisco, eran precisamente los jefes de los grupos locales de la Unión Popular los que, creyendo indudablemente, que estaban de acuerdo con las nuevas disposiciones que suponían en el "Maistro", eran los que levantaban las gavillas de cristeros, y se lanzaban a la lucha.
En aquellas actividades de Anacleto, cuando ya asociada su Unión Popular a la Liga de Defensa, y presidente de la A. C. J. M. en Guadalajara, tuvo tres cooperadores abnegados, que le acompañaron hasta el mismo martirio, y cuyos nombres y hechos, no están fuera de lugar en una semblanza del "Maistro Cleto": Luis Padilla Gómez, y los dos hermanos Jorge y Ramón Vargas González.
Luis Padilla Gómez había nacido en Guadalajara el 9 de diciembre de 1899 y sus estudios de primaria los hizo bajo la dirección de un viejo y cristianísimo pedagogo, D. Tomás Fregoso; pasando después a la secundaría y superior, del Colegio de los Jesuitas, el Instituto de San José. Clausurado este por la revolución, pasó en noviembre de 1916 al Seminario Conciliar para continuar sus estudios, y allí permaneció 5 años.
No se sentía con vocación al sacerdocio, pues él mismo escribe: "Llegamos a la edad de 18 años, en la cual generalmente, se elige estado, y no hemos oído todavía la voz divina que llamara a Saulo en el camino de Damasco, ni el "toma y lee" que transformara a Agustín en Doctor y firmísima columna de la Iglesia". Así pues, el 1º de noviembre de 1921, dice su biógrafo, el Lic. Andrés Barquín y Ruíz, en su libro Los mártires de Cristo Rey, del que tomó muchos datos para estos artículos, abandonó al Seminario para entregarse a una inmensa acción católica.
Una de esas causas, que trae el orgullo -dice un sacerdote amigo de Luis-, es la riqueza tan vana y deleznable; Luis era de posición más que mediana en recursos pecuniarios, sin poderse llamar acaudalado. Pero con menos, basta para hinchar en los tiempos que corren las almas pequeñas. El no sabía lo que era soberbia; alternaba con los pobres y los socorría delicadamente, sin avergonzarse ante los poderosos. A no pocos envanece el talento; nunca lo transtornó a Padilla: y aunque nuestro Prelado trató de enviarlo a Roma, para que allá se graduase, volviendo a su tierra con la borla de Doctor, respetuosamente lo rehusó él, agradecido.
Sabía perfectamente su Teología, tanto la dogmática, como la Moral y la Mística, y citaba con toda facilidad a todos los teólogos y los Santos Padres. Había formado una magnífica biblioteca toda de autores escogidos, tanto literarios como científicos, y su conversación era amenísima por lo matizada, con sus numerosos y sólidos conocimientos, en todos esos ramos del saber humano.
Amaba tiernamente a su buena madre, y a su hermano y hermanas. Su conducta era intachable. Aborrecía la ociosidad, y los ratos libres que le dejaban sus negocios, los dedicaba todos a obras sociales. Piadosísimo y devoto de María Santísima, llamaba siempre la atención por su recogimiento y devoción ante el Santísimo Sacramento.
En suma, era una esperanza de la Patria, que segó en flor, como a tantas otras, la malvada persecución de la conspiración anticristiana.
Cooperador admirable de Anacleto, secundaba sus ideas de mejoramiento social de México, y en su misma casa solía dar clases a los pobres, y tenía juntas y círculos de estudios con los jóvenes de la A. C. J. M.
Pero Dios, no le llamaba par a ser jefe Católico. En sus momentos de estallido de la persecución, ya había decidido volver al Seminario, y hacerse sacerdote.
Jorge y Ramón Vargas eran hijos del Dr. D. Antonio Vargas y de doña Elvira González, y habían nacido en Ahualulco, Jalisco, el primero en 1889 y el segundo en 1905.
Radicada su familia en Guadalajara, Jorge se dedicó a trabajar en la compañia hidroeléctrica, y Ramón al estudio de la medicina, habiendo llegado al cuarto año, penúltimo de la carrera, en los momentos de su muerte.
Miembros de la A. C. J. M., discípulos y amigos del "Maistro Cleto", asimilaron perfectamente las enseñanzas de su maestro, quien no hizo, en verdad, mas que desarrollar las doctrinas y sentimientos que en sus jóvenes corazones habían sembrado sus católicos padres. Todo hacía esperar de ellos unos inmejorables campeones de la libertad religiosa en nuestra patria.
Obligado Anacleto a esconderse por sus mismos amigos, que sabían se había determinado por el gobierno acabar de una buena vez con tal jefe del catolicismo y animador de toda resistencia en Jalisco, los Vargas le abrieron las puertas de su casa. Y éste fue su único crimen y fundamento de su acusación de sus perseguidores, pero para la historia, los Vargas González tendrán siempre el mérito de abrir su hogar al que no podía ya pisar los umbrales del propio, porque lo esperaban en la sombra puñales y asesinos.
La familia Vargas sabía perfectamente a lo que se exponía dando albergue al jefe de la resistencia, antes pasiva y activa. Si aquellos verdugos quitaban la vida a los católicos, aun son haber tomado parte en la resistencia, cuánto no se arriesgaban al dar refugio al jefe reconocido y admirado de esa resistencia, y por lo mismo odiado hasta el paroxismo, por los verdugos de México.
Anacleto, sin cejar un instante en sus actividades de jefe católico, comprendió las razones con que trataron de persuadirle sus amigos y discípulos, para que se escondiera, mientras pasaba la tormenta. ¡Qué desaliento no cundiría entre las filas de los católicos, si él, el jefe, el inspirador y el motor de todo en un Estado, pereciera a manos de un asesino!
Disfrazóse, pues, de obrero; vistióse un overol manchado, dejóse crecer la barba, enmarañóse la cabellera y salió de su hogar para aceptar el cariñoso refugio que le brindaban a porfía los suyos, especialmente los Vargas.
Desde allí, podría con menos peligro dirigir la campaña, ya sea saliendo de noche a las juntas de sus amigos, ya valiéndose de emisarios conocedores de su retiro, y que llevarían sus órdenes y direcciones de la lucha a donde fuera necesario, sin causar sospechas a los vigilantes perseguidores.
El 29 de marzo de 1927, pasó Anacleto una noche en su hogar, rezando y jugando con sus hijos. Fue la última vez que los vio.
El 31 del mismo mes, se confesó y después estuvo charlando con el sacerdote, aludiendo a la reciente Pastoral del señor Arzobispo de Durango que aprobaba plenamente la defensa armada. "Esto es lo que nos faltaba. Ahora sí podemos estar tranquilos. Dios está con nosotros" decía. Y le ruega al sacerdote que al día siguiente le lleve la Comunión por ser viernes primero, a esa casa, que era la de los Vargas, donde estaba escondido.
Por la noche, desde buena hora se sienta a su mesa de trabajo para escribir un artículo destinado al periodiquito Gladium, que ya no se podrá publicar en él, pero que ha recogido la historia y que expresa ardientemente sus últimos pensamientos.
"Bendición -escribe-, para los valientes, que defienden con las armas en la mano la Iglesia de Dios. Maldición para los que ríen, gozan, se divierten siendo católicos en medio del dolor sin medida, de su Madre; para los perezosos, los ricos tacaños, los payasos, que no saben más que acomodarse y criticar. La sangre de nuestros mártires está pesando incesantemente en la balanza de Dios y de los Hombres".
"El espectáculo que ofrecen los defensores de la Iglesia es sencillamente sublime. El Cielo lo bendice, el mundo lo admira, el infierno lo ve lleno de rabia y asombro, los verdugos tiemblan. Solamente los cobardes no hacen nada; solamente los críticos no hacen más que morder; solamente los díscolos no hacen más que estorbar; solamente los ricos cierran sus manos para conservar su dinero, ese dinero que los ha hecho inútiles y tan desgraciados".
Ya había pasado la media noche, y era ya el primer viernes de abril y todavía Anacleto seguía escribiendo: "Hoy debemos darle a Dios fuerte testimonio de que de veras somos católicos. Mañana será tarde, porque mañana se abrirán los labios de los valientes para maldecir a los flojos, cobardes y apáticos". ¿Era esto una profecía o un pensamiento?
"Todavía es tiempo de que todos los católicos cumplan su deber; los ricos que den, los críticos que se corten la lengua, los díscolos que se sacrifiquen, los cobardes que se despojen de su miedo y todos que se pongan en pie, porque estamos frente al enemigo y debemos cooperar con todas nuestras fuerzas a alcanzar la victoria de Dios y de su Iglesia".
La página ha concluido, son tres hojas de tamaño oficio, llenas de apretada y hermosa letra...
Son las tres de la mañana y se retira a tomar un breve descanso...
Es su último reposo en la tierra... Pocas horas después comenzará su eterno y glorioso descanso.
A las dos de la mañana, mientras Anacleto todavía escribía, una multitud de esbirros, soldador de la guarnición de la plaza, entraron por un balcón, como vulgares asaltantes, en la casa de Luis Padilla Gómez, que tranquilamente dormía. Llegaron hasta su lecho y con palabras soeces y golpes, le obligaban a levantarse y vestirse rápidamente porque el jefe de la guarnición del Cuartel Colorado, lo necesita; y allí lo encierran en una mazmorra. Poco después llevan al mismo Cuartela la mamá y la hermana de Luis.
Consumada esta gloriosa hazaña por los invictos defensores de la conspiración anticristiana, se dirigen a la casa de los Vargas.
Sin duda alguna había intervenido alguna delación de algún cobarde traidor.
Tocan fuertemente a la puerta de la botica que daba al exterior en la casa del Dr. Vargas. Se dan a conocer y entran en tropel desparramándose por todas la habitaciones, aun las de las señoras que dormían. No cabe duda que estos defensores de la ley; que da garantías al domicilio privado eran unos buenos y caballerosos (¡) cumplidores de esa ley.
Al ruido del tumulto, Anacleto despierta y se viste rápidamente su overol, pero en las prisas se lo pone con la espalda al pecho. Y sale para escapar por la azotea, como lo tenía preparado, para cualquier alarma. Pero la soldadesca no sólo ha rodeado la casa y cuidado las puertas de todas las salidas, sino que ha invadido la azotea ¡Imposible escapar! Entonces, todavía algún tanto amodorrado, pues le han despertado en lo mejor de su sueño, vuelve a la habitación, y como era reconocido por su valor, quiere fingir todavía que no es él al que buscan. Está pálido, lívido, y tontamente cree que podrá despistar a los que amenazaban con pistolas y que se ríen de su facha con el traje al revés, corriendo a esconderse debajo de una mesa en la misma habitación.
-¡Este barbón, tal por cual es al que buscamos...! ¡Salga de allí...! Usted se ha escondido en tal y tal casa, hijo de perra y ahora aquí. ¿Es usted Anacleto González Flores?...
Anacleto ha recobrado su serenidad.
-Sí, yo lo soy ¿qué con eso?
-¿Dónde se esconde Orozco y Jiménez? (el Señor Arzobispo)...
-No me pregunten más... No sé nada. -Y dirige una mirada de perdón y súplica a la dueña de la casa, que con un gesto le indica no tenga pena ninguna por lo sucedido en su morada-. Todo estaba previsto... y con gusto.
Los dos jóvenes Jorge y Ramón, también han sido encontrados y del mismo modo todos los papeles, mapas e instrucciones a los combatientes que se encontraban en su mesa...
-¡Hala! tales por cuales... ahora las van a pagar todas... ¡A la inspección!... -Y se los llevan presos a reunirlos con Luis Padilla.
Con los Vargas va también preso otro hermano de ellos, menor de edad. La buena mamá los bendice y exclama: ¡Hijos míos! ¡hasta el Cielo!
Cedo ahora la pluma al Lic. Barquín Ruíz que refiere con vibrante emoción el glorioso martirio de los héroes cristianos tapatíos.
Comenzó inmediatamente el interrogatorio y la tortura de Anacleto, a quien querían obligar a denunciar a quienes estuvieran complicados en el movimiento armado católico de Jalisco y la noticia del lugar en que se ocultaba su Prelado, el Excmo. Sr. Orozco y Jiménez. Anacleto no podía negar su participación en la epopeya Cristera, porque los verdugos tenían en su poder las pruebas de ellos: ni era Anacleto hombre que eludiera la responsabilidad de sus actos. La asumió, pues, plenamente, en lo que se refería a su actuación Cristera desde la ciudad, pero no dijo nada de lo que se le pedía en materia de denuncias. Entonces comenzó la tortura. Lo suspendieron en presencia de sus compañeros por los pulgares de las manos, mientras con cuchillos herían sus descalzos pies.
-Dinos, fanático miserable, ¿en dónde se oculta Orozco y Jiménez?
-No lo sé.
La cuchilla destroza aquellos pies que no se movían sino para hacer el bien. -Dinos ¿ quienes son los jefes de esa maldita liga que pretende derribar a nuestro jefe y señor el Gral. Calles? --No existe más que un solo Señor de cielos y tierra. Ignoro lo que me preguntan...
La cuchilla seguía desgarrando aquel cuerpo sagrado. Después se le sujetó a otras torturas incontables e inenarrables.
Del mismo modo maltrataban a Padilla y a los hermanos Vargas, y Anacleto suspendido aún, que lo vio: --¡No maltraten a esos muchachos, si quieren sangre aquí está la mía! --gritó a la soldadesca.
Luis y los Vargas vencidos por el dolor, parecían flaquear; pero Anacleto los sostiene, y pide morir a él el último con el fin de confortar a sus compañeros.
Lo descuelgan y le asestan un tremendo culatazo en un hombro que le destrozan por completo; y con la boca chorreando sangre por golpes, y el hombro destrozado, comienza a exhortarlos con aquella su elocuencia vibrante y apasionada, con aquella su locura de la cruz... Seguramente que nunca había hablado como entonces...
Se suspendió el martirio por algunos momentos.
Simulóse después un "consejo de guerra sumarísimo", que condenó a lo prisioneros a la pena de muerte por estar en convivencia con los rebeldes.
Al oír la sentencia, Anacleto respondió con estas recias palabras: "Una sola cosa diré y es que he trabajado con todo desinterés por defender la causa de Jesucristo y de su Iglesia. Vosotros me mataréis, pero sabed que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de mí dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad de que veré pronto desde el cielo el triunfo de la religión de mi Patria.
Eran las 3 de la tarde del viernes primero de abril de 1927.
La soldadesca separó a uno de los tres hermanos Vargas, por suponer que era menor de edad.
Anacleto de nuevo exhorta a sus hermanos y como Luis manifestara deseos de confesarse, le respondió el Maestro: "¡No hermano, ya no es tiempo de confesarse, sino de pedir perdón y perdonar. Es un Padre y no un juez el que te espera. Tu misma sangre te purificará"...
En seguida Anacleto comenzó a recitar el Acto de Contricción, que corearon sus compañeros. Y Luis Padilla pidió un momento más para orar.
Apenas habían terminado el Acto de Contricción una descarga cerrada cortó la vida de los Vargas...
Padilla aún orando de rodillas, cayó bañado en sangre, en seguida. Anacleto aún de pie a pesar de sus terribles dolores, con voz serena y fuerte se dirigió al general Ferreira, que presenciaba la tragedia: "General, perdono a usted de corazón; muy pronto nos veremos ante el tribunal divino; el mismo juez que me va a juzgar será su juez; entonces tendrá usted un intercesor en mi con Dios".
Los soldados no se atrevían a descargar sobre él sus armas. Entonces el general hizo una seña al capitán de la patrulla, y éste le hundió un marrazo en el lado izquierdo del busto, y al caer ya, los soldados viendo lo inevitable, descargaron todas sus armas sobre la víctima.
Todavía pudo semiincorporarse Anacleto para gritar: "Por segunda vez oigan las Américas este grito: Yo muero, pero Dios no muere (se refería al grito de García Moreno) ¡ Viva Cristo Rey ! "
Y calló para siempre... en la tierra, para comenzar sus cánticos de gloria al Cielo.