… pasemos de largo delante de la Catedral de México, no nos fijemos en el derroche de belleza que hacen las fachadas churriguerescas de sus templos coloniales, entremos invisibles por la puerta aquella de una casa antigua de una céntrica calle, sigamos hasta la sala principal, ved que cuadro: se ha transformado el hogar en catacumbas, el sacerdote revestido con humildes vestiduras renueva sobre el ara, que a pesar de su pequeñez es siempre sepulcro de mártires, el Sacrificio del Calvario, habla en voz baja; los hombres pensativos y reverentes juran lealtad a Jesús y le piden fuerza para tolerar los tormentos y para dar la vida por Él; una respetable dama, que allí llora, hace a su Dios el sacrificio de sus hijos, y pensando en los verdugos dice al Señor:
“perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…”
cubierta la cabeza con negros velos están unas doncellas, que tiemblan al pensar en la soldadesca y juran a Cristo amarlo con amor más grande que cualquiera otro que pueda hallar albergue en su corazón; los niños, sin darse cuenta de aquel misterio, de aquel silencio, adivinan que allí hay algo del Cielo y mandan al niñito Jesús nacido en el altar, un beso infantil, que es la protesta de amor de la generación de mañana. En medio de aquel triste silencio parece escucharse tan sólo la voz del Maestro que habla al sacerdote palabras de aliento y esperanza, el latido de los corazones que aclaman a Jesús y el vuelo de los ángeles; que en torno del Cordero y por encima de aquellas cabezas juegan con palmas de triunfo y con coronas de gloria para los confesores y los mártires de Cristo Rey.