El 21 de junio de 1929, se hicieron las declaraciones públicas del jefe oficial de la tiranía revolucionaria, licenciado Emilio Portes Gil, que detentaba el Poder, y de Mons. Leopoldo Ruiz y Flores, Arzobispo de Morelia y Delegado Apostólico, que pusieron fin a la Epopeya Cristera iniciada en 1926 y que desde entonces se le conoce con el nombre de “Arreglos” o “Modus Vivendi”, las que son tema de análisis en la obra titulada El Caso Ejemplar Mexicano”, por lo que aquí sólo se reproducen algunos de los fragmentos de los escritos de Mons. Leopoldo Lara y Torres, Obispo de Tacámbaro, quien expresó en documentos que en ese libro se citaran con mayor amplitud:
«La personalidad de la Iglesia no ha sido reconocida por el Gobierno Mexicano de derecho ni de hecho»… «Arriba dije que más bien debería decirse que las negociaciones entre la Delegación Apostólica y Portes Gil, que entre la Delegación Apostólica y el Gobierno de México; porque aunque en esa época y fecha de los Arreglos era Presidente de la República el Lic. Portes Gil, en ese asunto ni obró ni pudo obrar en su calidad de Presidente, sino de simple particular, aunque distinguido por el puesto que ocupaba, y su gestión y sus arreglos no han sido jamás reconocidos siquiera de hecho como actos oficiales, ni mucho menos como legales o constitucionales»…
«Que con los Arreglos se evitaría el derramamiento y se ahorrarían sacrificios a las víctimas de la persecución. No sé de ninguno de los que sufrieron persecuciones por la causa de la religión o la fe, que se haya lamentado de sufrir o que haya pedido la cesación del sacrificio. Los que menos sufrieron, fueron los que suspiraron por sus comodidades y abogaron por la cesación del Conflicto, aún sin conseguir la reforma de las leyes. Los que más sufrieron ultrajes, vejaciones y amenazas de muerte, fueron los que más firmes estuvieron en su noble actitud de no ceder a las proposiciones del Gobierno, si no se obtenían las garantías que se pedían y la plena libertad de la Iglesia. Por otra parte, estos males eran de orden inferior, que podían permitirse y tolerarse para alcanzar otros bienes superiores, cuales eran de conservar la fe y los principios de la moral cristiana, injertos durante siglos en nuestra vida social y patria. Esos sacrificios eran una bendición para esta tierra, en que sin duda se verificaría el apotegma de Tertuliano. Sangis Martyrum Semen Christanorum.
Jesucristo expresamente nos enseñó que no deberíamos temer a los que mataran el cuerpo, sino a los que pudieran echar alma y cuerpo a los infiernos. Pero, sobre todo, tampoco con la apertura de los cultos, ni con los Arreglos se evitó el derramamiento de sangre; porque, como no quedó suficientemente garantizada la vida de los que se habían levantado en armas por defender su religión, el Gobierno ha seguido segando vidas de nuestros mejores católicos y ha dejado a sus familias huérfanas y en la mayor miseria, con la decepción y el sufrimiento en el fondo del alma. De los jefes, han muerto más ahora, después de los Arreglos, que en los campos de batalla, y, según los últimos datos que me han suministrado, van como cuatrocientos Cristeros sacrificados villanamente en la región de Jalisco y Colima, quedando otras tantas familias en la mayor desolación y miseria. Y como el Conflicto Religioso se ha quedado en pie, sin resolverse definitivamente, resulta que sólo se ha aplazado la solución, que puede costar mayor sangre y mayores sacrificios; pues que, ahondándose las divisiones y haciéndose el enemigo más fuerte, los católicos tendrán más dificultad de obtener las libertades perdidas. El choque será más terrible y sangriento.
Las guerras religiosas, nos enseña la historia, han sido siempre las más crueles y desastrosas; si no es por la fuerza, nuestros enemigos nunca cejarán, porque no obran por la razón sino por capricho, tenacidad y ceguera voluntaria, para sostener su posición, defender sus intereses y satisfacer sus pasiones. Esta razón -la de que los Arreglos evitaron males mayores- la verían seguramente los Excmos. Sres. Arzobispos que intervinieron en el Arreglo del Modus Vivendi, con algunos más que los rodean; pero en la conciencia de la mayor parte de los Obispos que nos quedamos en contacto con el pueblo, de los sacerdotes que más sufrieron durante la persecución y de los fieles más sensatos de toda la república, está asentada esta verdad: Que no fueron mayores los males que se siguieron a la clausura de los cultos, que los que se han seguido de la aceptación del Modus Vivendi; sino que son palpablemente mayores los males que se han seguido de esta aceptación, que los que se estaban siguiendo de la clausura de los cultos, durante la persecución.
Parecerá osadía sentar esta proposición; pero si la Santa Sede me lo permitiera o autorizara, podría recoger miles y miles de firmas de muchos sacerdotes y fieles que están dispuestos a respaldar mi afirmación. Porque en la clausura de los cultos, no faltó, como algunos tal vez pudieran figurarse, la administración de los sacramentos, ni a los pobres; ni faltó la instrucción religiosa, aunque con muchas dificultades, ni disminuyó la piedad de los fieles, sino que antes bien se sentía una atmósfera de fe cristiana verdaderamente admirable, como en los primeros siglos cristianos, cuando éstos vivían en las Catacumbas.
Por eso los que pudimos permanecer aquí y fuimos testigos de este movimiento religioso estábamos dispuestos a seguir sufriendo, hasta que Dios quisiera enviarnos la verdadera paz con la libertad religiosa y todas las demás libertades que tanto necesitamos. Los que comenzaron a flaquear fueron los que estuvieron fuera de la República y estaban, como decía el Excmo. Sr. De la Mora, Obispo de San Luis Potosí, desconectados de nosotros y sin sentir esta fe y devoción exuberantes.
El culto mismo era más fervoroso en nuestras Catacumbas que lo es actualmente en nuestros templos»… «Pero lo que sí no queremos suprimir en esta “ennumeración de males” -producidos por los Arreglos- “es el mayor de todos”, aún el de la supresión de las iglesias y del culto: la clausura y obstrucción de nuestras escuelas, colegios o institutos católicos; y por otra parte, la propaganda verdaderamente diabólica del mal divulgada por todas partes, principalmente en las escuelas, colegios e institutos, así oficiales como particulares, porque el Gobierno para esta propaganda no respeta ningunos.
Permítame V. E. Emma. que le diga, siquiera para descargar este peso que traigo dentro del pecho: que en mi concepto, el mayor desacierto que se cometió al pactar los Arreglos de 1929 y que es el fundamentos de nuestros males y desgracias presentes, porque nos ha dejado sin defensa posible, fue: «El aceptar, aunque sin aprobar la ley sino aún condenándola, que la Iglesia no fuera reconocida en su personalidad jurídica ni tuviera ningunos derechos dentro de la Legislación Mexicana».
Y como consecuencia de todos estos males, el mayor, si es posible, de todos los enunciados: La destrucción de la conciencia católica; esto es: la desorientación que ha sufrido la conciencia colectiva del pueblo mexicano, el decaimiento, la flojedad la indiferencia para moverse a conseguir la libertad religiosa, al ver nuestra conducta variable y nuestro acomodamiento para aceptar esta situación con menos peligros y dificultades.
«No culpo a nadie de los que se han engañado en la solución de este problema y cuya buena fe es indiscutible; pero si creo que es insensatez no reconocer el yerro, para estar más advertidos y prevenidos en ulterior proceder. Pretender acallar el clamor popular y responder a sus lágrimas con censuras y excomuniones para obligarlo a decir que es de noche cuando estamos viendo el sol resplandeciente en el cenit, es cometer una iniquidad y no tener la caridad con los que sufren. ¡Callar! La piedra del silencio es a veces más pesada que la de un sepulcro. Sobre todo, que no se pretenda que no veamos los males evidentes que han surgido, siniestros, de nuestra amarga y dolorosa situación.
¿Estaremos equivocados los que así juzgamos? Puede ser; pero el hecho es que sentimos acá en nuestro corazón estos dardos que nos punzan; sus males los que nos afligen; su amor el que nos hace estallar estas explosiones de congoja, que nos atosiga y nos mata. No buscamos ninguna ventaja temporal, al declarar estas cosas, y antes bien puede ser que las perdamos todas, por no ocultar la verdad a quien debe saberla».