domingo, 18 de julio de 2010

El Ejército Federal

El ejército «consustancial con el gobierno» en el México de entonces «consideraba a la Iglesia como su adversaria personal. Agente activo del anticlericalismo y de la lucha antirreligiosa, hizo su propia guerra, su guerra religiosa. El general Eulogio Ortiz mandó fusilar a un soldado, en el cuello del cual vió un escapulario. Algunos oficiales llevaban sus tropas al combate al grito de ¡Viva Satán!» (Meyer I,146).

«Cada arma reclutaba por su cuenta. El enganche debía ser voluntario y firmado al menos por tres años», condición que muchas veces se incumplía, tanto que «se seguían utilizando las cuerdas para atar a los voluntarios. Se echaba mano de cualquiera: condenados de derecho común, obreros sin trabajo, campesinos», y sobre todo «del subproletariado rural y de los indios, vencidos o no» (149-150). La brutalidad y la indisciplina de esta tropa es apenas descriptible.

Al no haber servicio de intendencia, «el avituallamiento estaba a cargo de las compañeras de los soldados, las famosas soldaderas, que marchaban al lado del ejército y que, como la langosta, caían sobre las granjas y los pueblos... La deserción, frecuente en tiempo de paz, llegaba a ser masiva en tiempo de guerra» (152). El general Amaro, jefe del ejército federal, no conseguía «poner en línea más de 70.000 hombres, aunque se pasaba el tiempo reclutando: ¡20.000 desertores al año, de 70.000 soldados!» (153). Este general famoso, el indio Amaro, hijo de un peón de Zacatecas, hombre inteligente, implacable y sanguinario, el que mandó a su aviación bombardear en el cerro del Cubilete el monumento a Cristo Rey, llegó a ser muy culto, y se reconcilió con la Iglesia varios años antes de su muerte.

Los federales, malos jinetes, eran peores soldados, que disparaban de lejos, gastaban mucha munición, perdían las armas con facilidad, y no conocían bien el terreno por donde andaban. Eso explica que los cristeros, cuyas características de lucha eran las contrarias, les infligieran tantas bajas. Los callistas, eso sí, eran muy crueles, pero «la dureza de la represión, la ejecución de todos los prisioneros, la matanza de los civiles, el saqueo, la violación, el incendio de los pueblos y de las cosechas, dejaban en la estela de los federales otros tantos nuevos levantamientos en germen» (I, 194).

La guerra se hacía también en la prensa del gobierno, ocultando la magnitud del conflicto o dando siempre la victoria por inminente. Unida a la lucha militar, el general Amaro propugnaba una campaña de «desfanatización», como aquélla por la que dio orden al gobernador de Jalisco de cambiar los nombres de todos los lugares que llevaban nombres de santos (I,178). Todos los medios valían, también el soborno. Así, en una ocasión, el gobierno trató de comprar a un jefe cristero llamado «el 14», el cual respondió: «Que a mí ni me den nada, que nomás arreglen eso de los padrecitos y de las iglesias, y yo me estoy en paz, pero mientras no lo arreglen que no piensen que con dinero me van a comprar» (177).

La desesperación del gobierno se iba acrecentando a medida que pasaban los meses, y se veía incapaz de vencer -en palabras del gobernador de Colima- «las hordas episcopales de fanáticos que engañados por la patraña clerical se han lanzado a la loca aventura de restaurar el predominio de los curas» (189).




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