domingo, 18 de julio de 2010

El Espíritu de los Cristeros

Los Cristeros, en su mayoría; muestran una sorprendente cultura, y más concretamente, una profunda cultura cristiana. Ya conocemos, por ejemplo, la voz de Ezequiel Mendoza Barragán, campesino michoacano de Coalcomán, que nunca fue a la escuela, y que llegó a ser coronel famoso de cristeros. Jean Meyer, que conoció a Mendoza cuando éste tenía ya 75 años, confiesa: «quedé deslumbrado, fascinado, por la misteriosa energía que irradiaba de él» (pról. Testimonio). Y en otro lugar dice que «todas las entrevistas confirman el carácter representativo de Ezequiel Mendoza», aunque es cierto que su lengua era «especialmente clara y bella» (III,289).

Espiritualidad católica


En entrevistas, crónicas y cartas de cristeros causa admiración comprobar la calidad doctrinal, bíblica y poética de sus expresiones. Todo lo cual contradice abiertamente el menosprecio de algunos pedantes acerca de la veracidad del cristianismo entre los indígenas de América. 
Los cristeros, concretamente, tenían en sí toda la fuerza de quien sabe estar haciendo la voluntad de Dios. «Conscientes de hacer la voluntad de Dios, dice Meyer, los cristeros podían resistir todos los descalabros militares, todas las desdichas espirituales y hasta la más terrible de todas: los arreglos y el poco apoyo clerical» (289). Esa fidelidad a la voluntad de Dios providente les hacía inquebrantables.

Ezequiel Mendoza, por ejemplo, decía a su gente: «No, muchachos, acuérdense que aquí pedimos a Dios lo que más nos conviniera y por eso no digamos desatinados "ya ven que las cosas cambian de un momento a otro"; "la hoja del árbol no se mueve sin la gran voluntad de Dios", paciencia y resignación» (289). En cierta ocasión, según él mismo refiere, arengaba así a los suyos: «No queremos compañeros que traigan fines torcidos, queremos hombres que de todo corazón quieran agradar a Dios en todo, sin otro interés que defender a su Iglesia nuestra Madre; ya que sus feroces enemigos la quieren exterminar, aunque no lo conseguirán, porque fue dicho por Nuestro Señor Jesucristo que "las puertas del infierno no prevalecerán contra ella"; y lo que Cristo ofreció lo cumple; también dijo que "pasarán los cielos y la tierra, pero sus palabras no pasarán". Además tenemos nuestra Reina y Madre la Virgen de Guadalupe, ella nos recomendará con su Padre, con su Hijo, y con su esposo, el Espíritu Santo. Todavía más contamos con todos los santos y santas del Cielo y de la tierra para que ellos rueguen a Dios por nosotros en todo tiempo y lugar, y si Dios está con nosotros no tengamos miedo de morir en defensa de la Iglesia y de la Patria, seremos mártires e iremos al cielo para siempre» (Testimonio 31).

Por su parte, Aurelio Acevedo, un simple ranchero de Zacatecas, animaba así a su tropa: «Vosotros, valientes sin tacha, siempre pensad que vais en camino del Calvario; pensad que vais al martirio cumbre donde se entra al Cielo de la Paz y eterno regocijo. Todo redentor debe ser crucificado para fin de que triunfe y sea glorificado. No olvidéis que esta lección es más clara que el sol que nos alumbra: ¡recordad a Jesús!» (Meyer III,275).

Y otro jefe, Pedro Quintanar, decía a sus tropas: «Todo lo bueno que en vosotros hay es sólo de Dios y... todo lo malo que en vuestro regimiento hay es vuestro. A Dios hay que atribuir todo lo bueno y toda la gloria y todo triunfo, pues vosotros sois instrumentos viles» (289).

Prácticas religiosas

La guerra fue para muchos cristeros como unos ejercicios espirituales continuados. La misa sobre todo era, cuando había sacerdote, lo más apreciado por los cristeros, el centro de todo, cada día. Más aún, «en los campamentos cristeros, cuando esto era posible, el Santísimo Sacramento estaba expuesto, y los soldados, por grupos de quince o veinte, practicaban la adoración perpetua. La comunión frecuente era la regla... Los sacerdotes que permanecían con los cristeros se pasaban el tiempo confesando, bautizando, casando, organizando ejercicios espirituales y haciendo misiones» (III,278).

Pero «era frecuente que no hubiese ya sacerdote, y entonces un seglar tomaba la dirección de la vida religiosa, como Cecilio Valtierra, el cual todas las mañanas leía el Oficio de la Iglesia, en presencia de los fieles, y todas las tardes llevaba el Rosario. Estas misas blancas iban acompañadas de otras innovaciones» (III,277). «Los cánticos y el Rosario acompañaban todos los instantes de la vida, en la marcha o en el campamento. Los cristeros oraban y cantaban a altas horas de la noche, rezando colectivamente el Rosario, de rodillas, y cantando los laudes a la Virgen o a Cristo, entre las decenas» (III,279).

Es indudable que de su fe cristiana sacaban los cristeros toda su abnegación y valor para la guerra. No eran unos valientes a pesar de ser unos hombres piadosos, sino que más bien porque eran piadosos eran valientes.

Sólo un ejemplo: en cierta ocasión en que los cristeros habían sufrido varias bajas y estaban tristes, el general «Degollado les hizo rezar el rosario, tras de lo cual los arengó: "Porque Cristo Rey se llevó a los nuestros ya ustedes se acobardaron, ¿ya se les olvidó que al enlistarse en las filas de Su ejército le ofrecieron sus servicios y sus vidas?... Dios, sin necesidad de usar de combates, dispone de nuestras vidas cuando a Él le place... Dejen sus armas al pie del altar, que yo nunca seré jefe de cobardes". Las tropas lloraban y gritaban: "¡No, mi general! Seguiremos siendo los valientes de Cristo Rey, y si no, pónganos a prueba"» (Meyer I,232).

Idea del gobierno y de la guerra

Los cristeros tenían de la guerra, y de la persecución que la causó, una idea mucho más teológica que política. En las entrevistas, algunas veces también, se refleja una cierta visión política del conflicto. Por ejemplo, «para los cristeros, el turco Calles, vendido a la masonería internacional, representaba al extranjero yanki y protestante, deseoso de terminar su obra destructora (la anexión de 1848 es conocida de todos, y la situación de subhombres de los chicanos de Texas y Nuevo México...), descatolizando el país» (III,285).

Sin embargo, prevalecía con mucho la visión teológica de la guerra. Conocían bien, en primer lugar, el deber moral de obedecer a las autoridades civiles, pues «toda autoridad procede de Dios», pero también sabían que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», cuando éstos hacen la guerra a Dios. Veían claramente en la persecución del gobierno una acción poderosa del Maligno.

Ezequiel Mendoza, por ejemplo, consideraba a los gobernantes de su patria «endiablados callistas, masones y protestantes malos, que sólo buscan las comodidades del cuerpo y la satisfacción de sus caprichos en este mundo engañador y no creen que los espera un infierno de tormentos eternos, pobres murciélagos que se creen aves y son ratones» (III,283). Y decía, «¡ay de los tiranos que persiguen a Cristo Rey, bestias rumanas de las que nos habla el Apocalipsis! Todos debemos tener muy presentes las bienaventuranzas de que nos habla Nuestro Señor Jesucristo: pobreza de espíritu, lágrimas de contrición, justa mansedumbre, hambre y sed de justicia, misericordiosos, los de limpio corazón, los pacificadores, los buenos cuando son perseguidos por los malos, como nos aprietan los Calles ahora, dizque porque somos muy malos, que andamos tercos queriendo defender la honra y gloria de Aquel que murió desnudo en la cruz más alta y en medio de dos ladrones, por ser Él el más malo de todos los humanos, que no quiso someterse al supremo de la tierra. Es lo que dicen ellos, porque les falta un domingo y los redobles de tambor, pero nosotros se los daremos con ayuda de quien resucitó de los muertos el tercer día y que, porque nos ama, nos dejó por Madre su propia Madre» (III,287).

Este tono profundamente bíblico era el de la Cristiada. Es la visión del Apocalipsis: Satán, el dragón infernal, la antigua serpiente, da su fuerza a la Bestia, poder maligno intramundano, que hace la guerra a los santos y a cuantos guardan el testimonio de Jesús. En este sentido, los cristeros estaban indeciblemente más cerca del Apocalipsis del apóstol San Juan que de la teología de la liberación moderna.

Con toda razón el Cardenal Ratzinger afirmaba que «la teología de la liberación, en sus formas conexas con el marxismo, no es ciertamente un producto autóctono, indígena, de América Latina o de otras zonas subdesarrolladas, en las que habría nacido y crecido casi espontáneamente, por obra del pueblo. Se trata en realidad, al menos en su origen, de una creación de intelectuales; y de intelectuales nacidos o formados en el Occidente opulento» (Informe sobre la fe, 207). La espiritualidad popular real es la de Ezequiel Mendoza y sus compañeros, llena de resonancias de la Biblia y del catecismo.

El martirio

La teología del martirio en los cristeros no es menos rica que la de las Passiones de los primeros siglos, aunque muchas veces vaya en clave de humor. «¡Qué fácil está el cielo ahorita, mamá!», decía el joven Honorio Lamas, que fue ejecutado con su padre (III,299). «Hay que ganar el cielo ahora que está barato», decía otro (298). Norberto López, que rechazó el perdón que le ofrecían si se alistaba con los federales, antes de ser fusilado, dijo: «Desde que tomé las armas hice el propósito de dar la vida por Cristo. No voy a perder el ayuno al cuarto para las doce» (302).

En Sahuayo asesinaron uno a uno a veintisiete cristeros, que uno a uno murieron dando vivas a Cristo Rey, pero perdonaron la vida a Claudio Becerra, por ser muy jovencito. Más tarde, con gran tristeza, iba a pedir junto al sepulcro de sus compañeros martirizados: «Compañeros, pídanle a Dios me vaya al cielo a acompañarlos». Bebía entonces demasiado, y cuando el cura le reprochó, él dijo: «Me emborracho, padre, porque me da sentimiento que Dios no me quiso para mártir» (Lpz. Beltrán 66-70)...

Una vez más la voz del patriarca Mendoza: «Ustedes y yo lamentamos de corazón el fallecimiento de esos hombres que de buena fe ofrendaron sus vidas, familia y demás intereses terrenales, derramaron su sangre por Dios y por nuestra querida patria, como lo hacen los verdaderos mártires cristianos; pues su sangre, unida con la de Nuestro Señor Jesucristo y con la de todos los mártires del Espíritu Santo, nos alcanzará de Dios Padre los bienes que esperamos en la tierra y en el Cielo. Dichosos los que mueren por el amor al Dios que hizo los cielos y la tierra, y en todo está por esencia, presencia y potencia, no como los dioses falsos de Plutarco Elías Calles y de otros locos desviados por Satanás, que les ofrece los bueyes y la carreta de esta vida y después los hace birria caliente y gorda en el infierno de los tormentos» (III,299).

La muerte tranquila de los cristeros, con frecuencia después de terribles tormentos, impresionaba siempre a los federales. Morían perdonando y gritando ¡Viva Cristo Rey! Y el pueblo guardaba sus palabras, recogía su sangre, enterraba sus cuerpos, acudía en masa a sus funerales, cuando eran posibles, en protesta silenciosa y confesión de fe.

Alegría

La alegría estaba también siempre presente, como es lógico, en estos hombres que se estaban jugando la vida por Cristo, pasando indecibles miserias y penalidades. En crónicas y escritos siempre hay huellas de alegría y de humor. Cuenta Ezequiel Mendoza que su papá, en una ocasión, jugándose la vida, se quedó sosteniendo una puerta de campo, para que escapara un grupo de cristeros. Los federales le disparaban una y otra vez, sin atinarle. Así que él, sin soltar la puerta, «como enojado volvió su cara y regañó al enemigo, dijo: "Pendejos, tiren para acá... ¡ parece que no ven gente!"» (Testimonio 37). 

De éstas hay innumerables anécdotas Cristeras.



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