“Es una de esas callecitas pintorescas de Tlalpan, con sus largas tapias rebosantes de flores, con las ventanas llenas de macetas, con su sol vivificante poniendo sobre la dulce calma pueblerina una lluvia de oro en polvo.
Si en uno de esos bellos amaneceres en Tlalpan, algo hubiese atisbado a lo largo de esa callecita humilde, habría visto con mucha frecuencia a una señora de noble aspecto que salía con firme paso de una modestisísima casa, tomaba calles arriba hacia las afueras de la población, y se internaba incansable y veloz, como una aparición misteriosa, en las estribaciones del Ajusco, el áspero volcán que limita el valle de México. Era la madre de Manuel Bonilla.
Intrépida señora que, como la madre de los Macabeos deseaba ver regresar a su hijo “con el escudo o sobre el escudo”. Se hallaba ya entonces el joven mártir luchando en las montañas para defender la libertad religiosa de su pueblo, y la admirable señora le buscaba a través de todos los vericuetos de la selva, entre los rudos peñascos y las escarpadas cimas, hasta dar con él.
¿Cual era el objeto de esas frecuentes visitas? Este, que parece increíble: llevar elementos de guerra, de combate a ese grupo bizarro que operaba en las montañas.
Cayó el intrépido muchacho. La infortunada madre quedó hundida en el más espantoso dolor: fue hasta el sitio donde Manuel había sido fusilado, desenterró su cadáver, le condujo a Tlalpan en la más dolorosa peregrinación que pueda imaginarse. Pero aquella heroína era demasiado grande para dejarse llevar por el abatimiento.
Una semana después, quien atisbase por las calles humildes del pueblo, hubiera reconocido sin duda alguna a la admirable señora saliendo muy de mañana, incansable y ágil como una hada, caminando con paso firme rumbo al Ajusco. Sus amistades trataron de disuadirla muchas veces. Pero ella nunca aceptó recomendaciones prudentes, a pesar de que la amargura inundaba su corazón de madre por la muerte de su hijo.
Se remontaba hasta lo más alto de los cerros, buscaba entre los bosques cerrados de aquella feraz región… ¿que iba a hacer esta heroína a aquellos peligrosos lugares?
Iba a llevar algo a los compañeros de Manuel Bonilla que aún quedaban allí, como los majestuosos cóndores que se repliegan en su nido, tremolando el pendón sagrado de la libertad religiosa.
Así eran las mujeres cristeras”