POR: ANACLETO GONZÁLEZ FLORES
El ojo penetrante de un observador profundo y conocedor de las leyes de la Historia, al percibir los nubarrones que obscurecieron el cielo de la Patria en los comienzos de la Revolución iniciada por Don Francisco I. Madero, pudo descubrir a través de la superficie de los hechos entonces desarrollados y de las cosas entonces sacudidas el fondo obscuro y aterrador de una tragedia que llevaría el temblor de la catástrofe a las leyes, a las instituciones y a todas partes. En efecto, todo estaba magníficamente preparado para un sacudimiento que lo había de conmover y ensangrentar todo: el poder público, el hogar, el templo, la escuela, en una palabra, todo.
Que ¿quién fue el obrero que realizó tan acertadamente la labor de preparación, el cíclope que con sus nervudos brazos acumuló en las entrañas del organismo nacional la fuerza explosiva que agrietaría las construcciones más sólidas y pasaría después, como oleada de fuego y de exterminio, sobre nuestros campos y ciudades?
La ceguera de algunos señala a los caudillos que alzaron la bandera de la rebelión; la miopía de otros la intervención de los católicos en la política; el odio sectario de no pocos la actuación del Clero y, la desorientación y casi todos, las ansias pujantes de libertad de las muchedumbres. La crítica serena, imparcial y profunda alza su mano sobre todos los prejuicios y sobre la estrechez de miras, vuelve su rostro hacia el pasado, germen fecundo e inagotable del presente y del porvenir, y con la majestad imperturbable de la verdad, que es luz y de la justicia, que algunas veces es galardón y que en este caso es anatema implacable, señala a un hombre, al viejo dictador y a su obra que fue un mausoleo gigantesco donde fueron sepultadas todas las libertades y donde juntamente con todos los rebajamientos y degradaciones, incubaron los gérmenes de una disolución que, al desbordarse sobre la superficie, nos ha llenado de estupor y asombro. Parece esto un sarcasmo y es indudablemente una paradoja, pero al mismo tiempo una realidad innegable. Augusto abrió con sus propias manos la tumba de todas las libertades del pueblo romano y más tarde los bárbaros danzaron en torno del coloso herido en la mitad del corazón por sus orgías y por su molicie. El viejo dictador apuntaló el edificio que levantó con su espada, con los despojos de la libertad profanada en todas sus manifestaciones y, a trueque de un progreso material que a muchos deslumbró y a no pocos hizo renunciar a las prerrogativas del hombre y del ciudadano, lo empujó todo hacia el abismo.
Los gobiernos ante todo necesitan prevenir y echar en las regiones del pensamiento y de las costumbres los cimientos sólidos del orden y de la paz; la dictadura, que siempre ofreció una ayuda decidida y entusiasta a todo lo que es corrupción de las costumbres y anarquía en el pensamiento, preparó la anarquía en todos los órdenes y consiguientemente la hecatombe que acabamos de presenciar. De aquí que los que habían sabido ahondar en el andamiaje de la dictadura y llegaron a convencerse de que tarde o temprano haría erupción el volcán de apetitos, de pasiones, de odios y de errores sobre que reposaba el régimen dictatorial, pudieron muy bien comprender que la cuestión política y electoral de 1910, tendría que ser muy poco después una cuestión más trascendental, más profunda y que abarcaría en su conjunto todas las cuestiones que pesan sobre nosotros. Así se explica que bien pronto haya sido planteada la cuestión religiosa en una forma sangrienta, brutal, espantosa, en pocas palabras, en la forma que fue planteada en la revolución francesa: la persecución.
D. Francisco I. Madero llegó a hablar muy seriamente, al parecer, de la derogación de las Leyes de Reforma, que fueron un yugo que el liberalismo hacía pesar sobre la libertad de conciencia; pero seguramente se trataba de un recurso y nada más. Y es muy posible que el resurgimiento de los católicos en política hubiera llevado al vencedor de Díaz, hasta empuñar la espada del perseguidor. Sea de esto lo que fuere, lo incuestionable es que so pretexto de que el Clero y los católicos prestaron su apoyo a Huerta, el movimiento constitucionalista hizo formal juramento de perseguir de un modo ciego e implacable a la Iglesia Mexicana. Que este propósito existía lo demuestra, además de la persecución y destierro de sacerdotes y la clausura de templos en toda la República, el aplauso unánime, entusiasta con que recibieron los convencionistas de Aguascalientes el discurso que pronunció el general Antonio I. Villarreal después de jurar la bandera en la sesión del día catorce de octubre de 1914. “Aniquilados nuestros tres enemigos: el privilegio, el clericalismo y el militarismo, podremos entrar de lleno en el período constitucional que todos anhelamos”. Esta amenaza, que es un programa de persecución desarrollado en todo el país, fue aplaudido estruendosamente por todos los militares que asistieron a la Convención de Aguascalientes y revela muy claramente que la revolución constitucionalista fue y es antirreligiosa. Es verdad que se ha querido esgrimir como arma de defensa el argumento gastado de que el Clero y la Religión son cosas perfectamente distintas y el de que se ha querido perseguir a los sacerdotes y no la libertad de cultos. Este argumento fue el arma que esgrimió, sobre todo en la ciudad de Guadalajara, el Boletín Militar, hoja periódica pésimamente escrita y que fue el portavoz de las ideas revolucionarias por espacio de algún tiempo. Sin embargo, la Constitución de 1917, monumento de estulticia jurídica, política y social y código en que condensaron los revolucionarios sus ansias y sus aspiraciones, se alza delante de nosotros como una prueba irrefutable de las tendencias antirreligiosas del constitucionalismo.
Y hay que convenir en que la consigna, en que el programa de persecución implacable, tal como lo formuló Villarreal en la Convención, fue realizado con verdadero lujo de crueldad y de barbarie. Ya con alguna anterioridad a la celebración de la Asamblea que se reunió en Aguascalientes y donde fueron a chocar estrepitosamente las ruines y feroces ambiciones d los caudillos, Villarreal había expedido un decreto en que ordenó la expulsión de los sacerdotes, la clausura de los templos y la prohibición de la confesión sacramental. Y en el manifiesto publicado por Carranza para contestar a Villa, cuando éste se separó del Constitucionalismo, el entonces Primer Jefe transcribe una felicitación que el mencionado Villa le dirigió a Villarreal por el decreto de persecución. El mismo Carranza al contestar los cargos que se le hacen por haber permitido a los jefes principales la persecución, no desmiente esto categóricamente y se limita a afirmar que Villa no se halla limpio de la mancha de perseguidor.
La persecución religiosa, por más que en apariencia reconoce otras causas, arranca, como de su verdadera y genuina raíz, no de este o aquél hecho aislado y que en todo caso no reviste más que el carácter de pretexto; sino de la enorme dosis de laicismo que la dictadura inyectó en el cuerpo de la patria esclavizada y escarnecida. Se trabajó con una tenacidad digna de una noble y santa causa en arrancar de lo íntimo, de las entrañas de la sociedad las tesis salvadoras del Evangelio, en arraigar en lo profundo del alma del pueblo los principios demoledores del positivismo enseñado y sostenido en la cátedra, en la prensa, en la apoteosis de los maestros y en los espectáculos públicos. Y así se formó una generación que por instinto, por un impulso espontáneo, ciego y pujante ha tenido, primero, que hacer oír el célebre grito del jacobinismo agudo y devorador que pronunció Gambetta: “El clericalismo, he ahí el enemigo”; y después que ir a descargar sus iras sobre el altar, sobre el templo, sobre el dogma y sobre el sacerdote. ¿Que se quiere, que se desea respetar todos los cultos? Sí, todos, menos el Católico, menos lo que es la verdadera religión en nuestro país, lo que puede despertar muy vivamente los odios de la generación laica amamantada por la dictadura.
Por tanto, si la revolución maderista, de cuestión política tuvo que transformarse en sacudimiento social profundo que aún no termina y que cuando mucho solamente nos dará una tregua, y vino a plantear un problema religioso amplio, trascendental y de carácter jurídico o legal, no es porque hayan aparecido en la escena estos o aquellos hombres o este o aquel partido; sino porque la lógica de los hechos, incontenible, ciega, inexorable ha seguido su camino y ha llegado por ahora a una de las escarpaduras que se hallan en la pendiente por donde empezamos a caer; ya llegaremos, si antes no se tuerce el curso de los acontecimientos bajo el influjo de laProvidencia y del esfuerzo de los hombres de acción, a dar de cara en lo más hondo del abismo. Preciso es, pues, convenir en que la explosión de odios que ha agrietado el edificio y que nos ha sorprendido y después nos ha azotado y herido, tuvo su punto de partida en la trabazón poco perceptible, pero real, innegable de los hechos, pues ante esa corriente que se desborda y se precipita y lo inunda todo, un hombre es un accidente, un factor que bien puede desaparecer sin que lo sustancial de las cosas se modifique; un partido es una fuerza que puede revestir una forma cualquiera; un sistema, una fórmula que sin el conjunto de los acontecimientos carecerá de sentido. Fue Bossuet, uno de los primeros oradores de Francia, quien afirmó que el hombre se agita y Dios lo conduce; ante el cuadro de nuestros desastres y el punto obscuro de donde han arrancado y han tomado sus ímpetus, se puede afirmar que el hombre se revuelve y los hechos lo arrastran. Con esto no se pretende suprimir la responsabilidad humana reconocida siempre por la Historia y consecuencia natural de la libertad del hombre, sino que se desea muy vivamente orientar los espíritus hacia el rumbo por donde es posible descubrir las hondas y ocultas raíces de nuestros males políticos y sociales, y señalar o hacer presentir siquiera el remedio supremo de esa enfermedad vieja, rebelde e ignorada, pues nuestros estadistas han preferido tener a sus pies el alma envilecida del esclavo a encontrarse frente al gesto imperturbable de Catón.
Por tanto, tengamos el valor y la serenidad suficiente para confesar que detrás de esta catástrofe que nos ha herido con el vértigo del abismo se halla un sistema, una serie de ideas, un pensamiento y sobre todo un hecho o conjunto de hechos: la dictadura, con la significación honda y fuerte que tiene esta palabra y con las consecuencias que hoy nos hacen abrir los ojos sobre la ruina que se interpone a nuestro paso, y que nos habla de un pasado de ignominia y de un porvenir incierto, pavoroso, pero que puede entrar bajo el dominio de nuestro brazo conquistador.