miércoles, 23 de noviembre de 2011

MIEDOS Y SILENCIOS


EL CLERO Y LOS CRISTEROS MEXICANOS



INTRODUCCIÓN
El año pasado el gobierno mexicano celebró por todo lo alto un doble aniversario: el de la independencia de México (1810) y el de la revolución (comunista, 1910); el uno doloroso y el otro dramático. Sucesivos gobiernos, en su mayoría liberales y anticlericales (salvo excepción), se fueron relevando en un convulso siglo XIX, a golpe de pronunciamientos, revueltas, y a veces, tras procesos electorales relativamente serenos. En los años cincuenta de aquél siglo, época del famoso Juárez, primer ministro y luego varias veces presidente del gobierno, el acoso a la Iglesia Católica se institucionalizó por sendas leyes de 1856 y 1859. En ellas se privó a a la Iglesia de todos sus bienes rurales, se declaró la ley de la separación de la Iglesia y del Estado, se introdujo el matrimonio civil, se prohibió la enseñanza privada y se exclaustró a todos los religiosos. A primeros del siglo XX los gobiernos que se sucedieron continuaron con su política anticatólica y de carácter marcadamente comunista, que desembocó en la Constitución de 1917, intervencionista en el control del clero y los cargos eclesiásticos, que prohibía el clero no mexicano, y se apropiaba de todos los edificios religiosos. En los años veinte, la situación llegó al punto de que se cerraron multitud de iglesias por una simple decisión gubernamental. Ni la multiplicación de las protestas del católico pueblo mexicano ni las denuncias del episcopado, ni la intervención de Roma sirvieron en todo este periodo para impedir un hostigamiento cada vez más sectario contra el clero y los mexicanos. Llegado el verano de 1926, la situación se hizo insostenible y el episcopado tomó la decisión extrema de suspender el culto como medida de presión al gobierno, más claramente delatado así como perseguidor de los católicos ante el pueblo y ante la opinión internacional. Pero aquel pueblo había llegado al límite de lo soportable, y se levantó clamoroso contra el ateísmo, sectarismo y atropellos del gobierno masónico que quería quitarle lo que más amaba: su fe. frete a la insurrección armada de los católicos, los obispo de México reaccionaron diversamente o, por mejor decir, apenas reaccionaron: ¿el temor de empeorar las cosas? ¿evitar los horrores de una guerra? El caso es que esos miedos y silencios privaron al pueblo levantado en armas por su Cristo Rey, de la compañía física de los ministros de Dios (salvo unos pocos que acudieron desde la clandestinidad a los frentes de guerra), y de la compañía moral que hubiera significado el apoyo de sus obispos. Los acuerdos o “arreglos” en el tercer año de esta guerra acabaron desautorizando aquella legítima reacción y sumiendo a gran parte de los católicos en una decepción que los distanció de la jerarquía episcopal.

RESUMEN DE LOS SUCESOS EN MÉXICO
“Dio comienzo en Méjico, con la dictadura de Benito Juárez (1861-1872), un régimen harto hostil a la Iglesia (…). Se aplicó brutalmente en 1874, la separación entre el Estado y la Iglesia(…). Bajo la presidencia, luego dictadura, del enérgico general Porfirio Díaz (1877-1881 y 1884-1911), se consolidó la situación interna del país y la Iglesia pudo adquirir de nuevo una posición más sólida, a pesar de seguir en vigor la lucha anticlerical. Cuando Díaz fue derrocado por Madero (1911), la anarquía y la guerra civil volvieron a adueñarse del infeliz país, a las cuales se añadió pronto, bajo la presidencia de Carranza (1915-1920), una furiosa persecución contra la Iglesia” (1)
“La lucha abierta contra la Iglesia se inició bajo el presidente Carranza (1915-1920). La nueva Constitución de 1917 debía servir (…) para subyugar y, de ser posible, aniquilar a la Iglesia. (…) El presidente Calles (1924-1928), socialista, radical y masón, procedió a la más rigurosa aplicación de las leyes anticlericales”
Plutarco Elías Calles “pretendió aplicar la Constitución de 1917. Los católicos fundaron la “Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa” (LNDR). La segunda ley Calles constriñó al episcopado a poner fin a todas las manifestaciones religiosas (…) a partir del 31 de julio de 1926 (…) La lucha se hizo más áspera por ambas partes: el gobierno aplicó la segunda ley Calles; los católicos pasaron de la resistencia pasiva a la activa y luego a la armada. Durante estos años (1926-1929) la Iglesia mejicana tuvo sus catacumbas y sus mártires”(2). El movimiento armado fue espontáneo y se difundió notablemente desde finales de 1926. “Lo dirigía la Liga, y sus militantes se denominaban “cristeros” con motivo de su grito de batalla “Viva Cristo Rey” (…)La suspensión de las funciones sagradas (1926) que ordenó la Iglesia así como las insurrecciones armadas no llevaron el resultado esperado. Corrió la sangre de los mártires en abundancia”(3)
Emilio Portes Gil, presidente desde 1928-1930, declaró a la prensa que “no había problema que no pudiera resolverse con buena voluntad por ambas partes”. Representantes del Estado y de la Iglesia llegaron a un acuerdo, que fue ratificado por Pío XI en 1929 como mal menor y medio para evitar daños ulteriores. “Se llegó en junio de 1929 a un modus vivendi que permitió de nuevo el ejercicio del culto católico”. De una parte y de otra se suscitaron protestas y manifestaciones de descontento. Muchos católicos consideraban que lo obtenido no compensaba los los sacrificios realizados, mientras que la masonería y muchos sostenedores del gobierno vieron en ello un acto de debilidad del presidente. El gobierno violó cada vez más los acuerdos concertados. “Se reabrieron las iglesias cuando el Papa abolió la interdicción en 1929, más, contrariamente a los acuerdos pactados, los católicos fueron castigados otra vez. Después de un nuevo baño de sangre contra los cristeros, el pueblo se convenció de que el gobierno había engañado a los obispos. A finales de 1931 estalló otra vez la persecución. Se introdujo un método de educación expresamente ateo y marxista. La mayoría de los cristeros desistió de la lucha, pero algunos de ellos fueron asesinados pese a la amnistía. Otros continuaron la lucha o la reemprendieron (4). El 31 de diciembre de 1931, el arzobispo de la ciudad de Méjico, Pascual Díaz Barreto, alzó la voz contra los nuevos atropellos.
Pío XI siguió atentamente los sucesos de Méjico y se vió obligado a estigmatizar nuevamente el injusto trato. El 29 de septiembre de 1932 mandó un circular a todos los ordinarios: la encíclicaAcerba Animi Anxietudo (29-IX-1932), en la que lamentaba que el gobierno mejicano no respetara el modus vivendi pactado. Alabó al pueblo y al clero de Méjico y exhortó a los católicos a “defender los sagrados derechos de la Iglesia”. El gobierno y el partido nacional no acogieron bien el documento pontificio e interpretaron la expresión referida como una incitación a la rebelión. (5).
El presidente siguiente, Lázaro Cárdenas (1934-1940), continuó la política anticristiana. Pío XI, “en la encíclica del 28 de marzo de 1937, Firmissimm Constntiamse dirigió otra vez a los católicos de Méjico, los invitaba en ella a tutelar sus derechos valiéndose de medios legales. El Papa reconoció el derecho a la rebelión armada” (6) y “recomendó a los mejicanos (clero y Acción Católica), en una carta de abril de 1937, que se organizaran de manera pacífica, aunque reconocía la legitimidad de la defensa armada en determinadas condiciones”(7). Finalmente,“casi todas las iglesias fueron restituidas al culto bajo la presidencia de Camacho (Manuel Ávila 1940-1946) (8).
Obispo de Huejutla
LOS INICIOS. 1926: SITUACIÓN INSOSTENIBLE
“El 4 de febrero de 1926, el arzobispo Mora y del Río corroboraba en una entrevista la actitud de protesta (contra la constitución de 1917), y le anunciaba al periodista que … “el episcopado, el clero y los fieles no reconocen los artículos 3, 5, 27, y 130 de la constitución vigente y los combatirán”. La Liga Defensora de la Libertad Religiosa… publicó un folleto que recogía la pastoral colectiva de 1917, en la que los obispos habían condenado la constitución” (9). El Papa Pío XI escribió, frente a la política anticristiana de Calles, la carta apostólica Paterna Sane Sollicitudo (2-II-1926). En ella “elevaba el tono de la crítica y calificaba las medidas que había tomado el gobierno mejicano de “tan injustas que no merecen el nombre de leyes” (10). Se marchaba hacia una “protesta legal… en la cual se expresaba una oposición enérgica, que se inspiraba en la de 1917, a la reducción de los márgenes de libertad de la Iglesia; con esto se corroboraba la voluntad de la jerarquía  no sólo de colaborar por la paz, sino, además, de obrar resueltamente en pro de la reforma de los artículos 3 y 130 de la constitución” (11).
El episcopado mejicano estaba dividido: por un lado, los “intransigentes” que no querían ninguna conciliación con el gobierno, aun a costa de llegar a la rebelión, o mejor dicho, a la legítima defensa armada, y, por el otro, los “conciliadores”, los dispuestos  a pactar con el Estado con tal de llegar a un acuerdo honorable que devolviese la libertad de la Iglesia.
La facción “radical” de los obispos se componía de Manríquez y Zárate, Lara y Torres, Mora y del Río (arzobispo de la Ciudad de Méjico, al que reemplazó en 1929 el “conciliador” Pascual Díaz), González y Valencia, Valverde y Tellez, Orozco y Jiménez.
La facción diplomático-legista la integraban Pascual Díaz (que era obispo de Tabasco en 1922 y luego fue ascendido a arzobispo de Ciudad de Méjico en 1929, en sustitución del “radical” Mora y del Río, que murió en 1936), Ruiz y Flores, Banegas y Galván (12).
SS Pío XI
Si bien el arzobispo de la capital mexicana y presidente del Comité Episcopal Mejicano (CEM) era el intransigente Mora y del Río, el secretario de dicho organismo y presidente del Secretariado Archidiocesano para la Educación lo era el susodicho monseñor Pascual Díaz, que se movía, junto con Ruiz y Flores, vicepresidente del CEM, en la línea de la “estricta legalidad jurídica”, ambos no bienquistos de los “ligueros” de la LNDLR. Pascual Díaz fue muy del agrado, durante el periodo 1924-1925, del cardenal Pietro Gasparri, secretario de Estado de Pío XI.
Ante las últimas posiciones del episcopado y de Roma, la reacción del gobierno fue tan drástica, que “hizo vacilar la línea conciliadora” que Diaz y Ruiz y Flores habían impuesto en el episcopado y empujó a los obispos a adoptar contramedidas enérgicas… como la suspensión del culto. Pese a las dudas personales que expuso el cardenal Gasparri, el 11 de julio el CEM decidió que el culto se suspendiera en toda la República… después de consultar al santo padre Pío XI, que lo había aprobado” (13).
Calles y Morones
Sin embargo, se había formado una fisura en el mundo católico mejicano entre la CEM, por un lado, y, por el otro, la LNDLR y los “ligueros” al no haber aceptado éstos la táctica del diálogo de Díaz y de Ruiz. Mientras el CEM rechazaba la idea de una resistencia armada, la LNDLR se encaminaba hacia ella, pero no todos los obispos eran antiligueros, sino que, por el contrario, muchos los apoyaban. González y Valencia, obispo de Durango, se trasladará a Roma en 1927 para patrocinar la causa “liguera”  ante la Santa Sede. El 8 de julio de 1926, Pío XI, al sentir cercano el peligro de una guerra civil en Méjico, promulgó la encíclica Iniquis Afflictisquepara inspirar confianza en el futuro y en la acción común de los católicos. La Secretaría de Estado Vaticana había decidido apoyar la línea “conciliadora” de los obispos Díaz y Ruiz, mas en 1926-1929 estalló una auténtica guerra civil.

EL INICIO DE LA INSURRECCIÓN ARMADA
Tropa Cristera
Lo que provocó la insurrección armada de los cristeros no fue la persecución religiosa promovida por los revolucionarios de Méjico, que azotaba este país desde hacía ya mucho tiempo, sino la suspensión del culto público que el episcopado mejicano había decretado el 24 de julio junto con el cierre de las iglesias y la privación de los sacramentos; dicho decreto se publicó en la segunda carta pastoral colectiva del Comité Episcopal Mejicano, del 25 de julio de 1926:
“En la imposibilidad  en que estamos de mantener el ejercicio del ministerio sacramental según las reglas impuestas por el derecho canónico, habiendo consultado al santo padre, Su santidad Pío XI, y obtenido su aprobación, ordenamos que a partir del treinta y uno de julio del año en curso, y hasta que dispongamos otra cosa, se suspenda en todas las iglesias de la República el culto público que requiera intervención del ministerio sacerdotal”.
Se trataba de una medida inaudita hasta entonces en la historia de la Iglesia: ¡Dejar de celebrar la misa y de administrar los sacramentos en la totalidad de los lugares de culto abiertos a dieciséis millones de católicos mejicanos! Como consecuencia, se formaron día y noche, del 24 al 31 de julio, enormes colas de espera ante las iglesias, y se verificaron millones de confesiones así como millares de bautismos y matrimonios. A partir del 31 de julio sólo se celebró  el culto en las capillas privadas. De modo que a partir de agosto de 1926 los mejicanos sintieron, con razón, que el mundo se les caía encima: Roma callaba en lugar de seguir denunciando la barbarie comunista; las tropas federales asaltaban y fusilaban sin freno alguno; los gobernadores de los estados  mandaban ahorcar a los líderes católicos. Al pueblo no le quedaba otra salida que la guerra, por lo que empezaron a menudear alzamientos populares poco después de la suspensión del culto público decretada por los obispos. Por lo demás, el propio tirano marxista, la bestia Calles, había reconocido el 21 de agosto de 1926, al recibir oficialmente a los representantes del episcopado, que los católicos no les quedaba más solución que el Parlamento o la guerra (“¡No les queda más remedio que las Cámaras o las armas!”), a sabiendas de que la primera opción era inviable de todo punto; en efecto, el recurso al Parlamento presentado por los obispos el 6 de septiembre de 1926 ni siquiera fue admitido  a trámite `por los diputados, como que, al no reconocer la constitución de 1917 estatuto civil alguno al clero, los obispos no estaban habilitados en Méjico para ejercer el derecho de petición. Por todo ello, era más que evidente que el acorralamiento feroz que sufría el pueblo mejicano era lo que le llevaba a la guerra. Este pueblo, que lo había soportado todo hasta entonces del despotismo masónico y comunista, como antes los había aguantado todo de los bandidos que asolaban a Méjico: el látigo, la expoliación, la miseria; que había sido privado de sus tierras, de sus otros bienes, de sus libertades, de su honor nacional, no pudo sufrir que se le privara de los sacramentos de su religión, no pudo aguantar que se le privara de Cristo sacramentado y, poniendo por obra las enseñanzas de la religión católica, que dice que no sólo de pan vive el hombre y que la única muerte que ha de temerse no es la del cuerpo, sino la muerte eterna, fue a la guerra en nombre de Cristo Rey y de la Virgen de Guadalupe: la suspensión del culto público fue la gota que colmó el vaso de la paciencia mejicana.
Obispo Francisco Orozco y Jiménez
EL SILENCIO DE LOS OBISPOS
Los obispos, salvo dos (quedando pronto uno solo), se negaron a tomar posición públicamente a favor de la causa cristera. Más aún los obispos se negaron a organizar, o incluso a permitir, la entrada del clero en las catacumbas para auxiliar espiritualmente a los mejicanos, así fuesen combatientes o no, por lo que ordenaron a los curas de los campos que emigrasen a las ciudades, al abrigo de las capillas privadas. Sólo un centenar de sacerdotes en todo Méjico (tal vez 110), de 3500, se negó a obedecer a la jerarquía: entró en la clandestinidad para auxiliar al pueblo. En vano los católicos solicitaron  a los obispos que reconocieran, al menos, la legitimidad del levantamiento y lo bendijeran. Uno de los obispos, el ordinario de Chihuahua, llegó incluso a prohibir totalmente la insurrección en el terreno de su diócesis y a amenazar a los sublevados con la excomunión.
Los dos obispos que apoyaron a los cristeros fueron:
  1. José de Jesús Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla, que había sido detenido el 15 de mayo de 1926 y enviado a prisión para ser exiliado un año más tarde a EU (murió en el exilio sin retractarse jamás de su apoyo  los insurgentes).
  2. Monseñor González y Valencia, arzobispo de Durango, que manifestó su apoyo a los cristeros en su carta pastoral del 2 de febrero de 1927; pero enseguida dió marcha atrás, en cuanto Pío XI se lo pidió por conducto del nuncio apostólico.
Así, pues, de 38 obispos mejicanos que había a la sazón, sólo uno resistió, otro se apresuró a ceder ante Roma y los otros treinta y seis callaron o condenaron el levantamiento. Más tarde, alguno de ellos, conmovido por el sacrificio popular, se armó de valor y dirigió a Pío XI alegatos en favor de los cristeros, más en vano.
EL EXILIO DE LOS OBISPOS MEJICANOS
Al redoblarse la violencia de la persecución religiosa, el CEM se trasladó a los EU de América y se instaló allí, en lugar de pasar a la clandestinidad y ponerse bajo la protección de los insurgentes, que continuaban yendo al martirio y desangrándose en los campos de batalla prácticamente sin sacramentos.
El CEM sufrió en Norteamérica la presión constante del Departamento de Estado. Tampoco faltó la del Vaticano por conducto de monseñor Pedro Fummassioni Biondi, delegado apostólico. En el exilio norteamericano, monseñor Pascual Díaz y Barreto, futuro arzobispo, se distinguió por su condena de la rebelión cristera, y proclamaba por todas partes que el clero no había tenido nada que ver con “la agitación religiosa de Méjico”. Su actitud influyó incluso en Nicolás Brady y le hizo cambiar de opinión respecto de los cristeros, por lo que este católico multimillonario se negó a dar al embajador de los cristeros en Norteamérica, Capistrán Garza, el medio millón de dólares que había prometido para la causa. los obispos norteamericanos se sumaron a la infamia y sólo les dieron a los cristeros limosnas insultantes (y algunos ni siquiera eso): diez dólares donó el obispo de Galveston, veinte el de Houston,   treinta el de Dallas; el de Little ROck dio la enorme suma de cincuenta dólares; pero, sin duda, el más generoso de todos fué el de San Luis (Missouri), que brindó la astronómica cantidad de cien dólares. La embajada cristera de agosto de 1926 fue un enorme fracaso.
Por lo demás, los obispos norteamericanos conocían bastante bien lo que estaba pasando en Méjico, no ignoraban que su país estaba detrás de toda clase de horrores, que un gobierno bolchevique, sostenido por la Casa Blanca, quemaba a millares de aldeas, arrojaba a millones de personas a los caminos y a veces las ametrallaba, robaba las cosechas y el ganado para matar luego a tiros a los animales que no habían podido llevarse, despertaba a poblaciones enteras en vagones de trenes para transportar ganado y después hacía morir de hambre a los supervivientes en auténticos campos de exterminio erigidos en los pantanos.
El deporte preferido de los federales no era matar cristeros, adversarios temibles e invencibles en su terreno sino cebarse con la población civil, con los católicos no combatientes y ahorcarlos en los postes telegráficos y junto a las vías del tren, a lo largo de kilómetros y kilómetros. Se empleaba la tortura sistemáticamente, tanto para obtener información como para prolongar el suplicio y para obligar a los católicos a renegar de su fe, y las tropas gubernamentales, gritando ¡viva el demonio!, profanaban las iglesias horriblemente: entraban en ellas a caballo y hacían pisotear las Sagradas Hostias bajo los cascos de sus monturas, transformaban los altares en mesas para comer y el resto de los templos en establos, profanaban y fusilaban las imágenes sagradas, se disfrazaban con los ornamentos sagrados y se comían las hostias consagradas mientras bebían café con leche en los cálices… De hecho, hubo dos obispos que, movidos por la vergüenza ante la actuación del gobierno estadounidense, confesaron algo de lo que sabían:
Monseñor Curley, arzobispo primado de Baltimore, en abril de 1926 escribiría:
“Carranza y Obregón reinaron en Méjico merced al apoyo de Washington. Eran ametralladoras norteamericanas las que abrieron el fuego, hace unas semanas, contra el clero y los fieles de San Luis Potosí. Provenían de nuestro país los fusiles que se emplearon contra mujeres, en Méjico, para profanar la iglesia de la Sagrada Familia. Somos nosotros quienes, por conducto de nuestro gobierno, armamos a los asesinos profesionales de Calles; nosotros quienes los sostenemos en la ejecución del abominable plan que éste ha trazado de borrar hasta la idea de Dios del corazón de millones de niños mejicanos. Sólo con que Washington consintiera en no ocuparse ya de Méjico, con que suspendiera la ayuda desleal que le presta al actual régimen bolchevique, Calles y su banda no durarían ni un mes”
Monseñor Arthur J. Drossaerts, arzobispo de San Antonio (Tejas):
“¿No poyamos al odioso Carranza? ¿No sostuvimos a aquel viejo bandido de Pancho Villa? ¿No elevamos a Álvaro Obregón a la presidencia de la República? ¿No estamos comprando la amistad de Calles al procurarle los aviones con los que bombardean hoy a esos hombres heroicos que mueren por su fe en el estado de Jalisco?” (15 de mayo de 1928). “Es el aplastante poder de los Estados Unidos e que aporta un sostén ilimitado a los bolcheviques mejicanos,el que deputa un embajador a Calles y a sus hijos, el que vigila celosamente las fronteras para impedir que la más mínima caja de municiones llegue a manos de esos hombres heroicos que luchan por su honor y su libertad?”
No había pues, la menor excusa para la desasistencia, tanto material como espiritual, a los cristeros.
EL INICIO DE LOS “ARREGLOS”
El embajador de los Estados Unidos en Méjico, Dwight W. Morrow, se reveló como el hombre clave en las negociaciones de 1929, como el verdadero artífice del acuerdo tripartito CEM-Vaticano-Gobierno Mejicano. Fué él quien, junto con el embajador de Chile en Méjico,Cruchaga Tocornal, fijó las bases del acuerdo que había de negociarse, un acuerdo que recogía asimismo sugerencias del inefable episcopado norteamericano y de algunos curas, como los jesuitas Wilfrid Parsons y Ed. Walsh, y el padre John Burke, secretario de la National Catholic Welfare Conference (NCWC). Más tarde, cuando ya estuvo en territorio mejicano junto con los obispos designados por el Vaticano para negociar con el gobierno marxista, Morrow se encargó, con la ayuda de Tocornal y de Walsh, de ir cambiando dichas bases hasta lograr que el episcopado mejicano claudicara en todo ante los bolcheviques de Méjico.
Tras tres años de guerra (una guerra que marchaba bien para los cristeros pese al enorme apoyo que brindaba Washington a los rojos de Méjico, pues éstos habían perdido el control de quince Estados y sólo dominaban las capitales y algunas carreteras), todo estuvo dispuesto, por fin, para negociar directamente con el presidente Portes Gil. Monseñor Ruiz y Flores, presidente del CEM, telegrafió el siguiente mensaje a los obispos mejicanos, el 14 de mayo de 1929, para arrancarles en nombre de la obediencia al Papa, su consentimiento para negociar él en persona con el presidente mejicano:
“Orden superior. Stop. Ruego me telegrafien su aceptación de principio conferencia arreglos”.
El 16 de mayo de 1929, moneñor Fumassioni Biondi, delegado apostólico en Washington, nombró a Ruiz y Flores delegado apostólico ad referendum para el caso mejicano, y le dió por adjunto a monseñor Pascual Díaz Barreto.
UN VIAJE “ARREGLADO” VÍA EE.UU
Dwight W. Morrow
El 5 de junio de 1929 lo dos obispos mejicanos tomaron en Washington un tren con destino a Méjico. En la estación de San Luis (Missouri), Morrow hizo enganchar su vagón especial al tren de los obispos, se entrevistó con ellos y tomo notas de las condiciones que pensaba exigir a Portes Gil: abolición de las leyes antirreligiosas, reconocimiento expreso de la jerarquía con us derechos propios como el de poseer iglesias, seminarios, libertad de enseñanza, etc. En la estación de San Antonio (Texas), Morrow hizo desenganchar su vagón especial para no llegar a Méjico en el mismo tren que los obispos.
A unos cien kilómetros de la capital mejicana, los dos obispos recibieron un mensaje del obispo Walsh y del embajador chileno en el que se les pedía que se apearan en la estación de Lechería, donde les esperaría un coche, “para evitar que fuesen hablar con alguien”: secretismo absoluto para impedir que cualquier católico, compañeros de episcopado incluidos, hablase con los prelados negociadores y los indujera a mantenerse firmes.
El 9 de junio se les asignó una residencia en Méjico, igual de discreta que la de Lechería. El 12 los recibió el presidente. Los obispos le comentaron, punto por punto, el memorándum que llevaban sobre “la abrogación de ciertas leyes relativas al culto” (ya habían rebajado el nivel de sus exigencias pues habían pasado de pensar en exigir la anulación de todas las leyes antirreligiosas a pedir la “abrogación” de algunas nada más). Portes Gil, consciente de que tenía ganada la partida, les dijo que si la Iglesia restablecía el culto público en Méjico, lo tendría que hacer conforme a las leyes establecidas; es decir, les manifestó que él no pensaba abrogar ni una sola de las leyes sectarias que, al decir de los obispos tres años antes, hacían imposible el ejercicio del culto público. Ninguno de ambos obispos se atrevió a telegrafiar a Roma el fracaso absoluto de las negociaciones. El 18 de junio, Morrow los visitó en su domicilio para convencerles de que no obtendrían nada más del presidente mejicano. Inmediatamente después, como confiesa Ruiz y Flores en sus memorias (Lo que sé del conflicto religioso y Recuerdo de recuerdos), el padre Walsh y Tocornal, el embajador chileno, los visitaron también y les dijeron que consideraban suficientes, a efectos del restablecimiento del culto público, las palabras que les había dirigido el presidente el día 12, y que ellos mismos se encargarían de notificarlo a Roma, desde la embajada chilena, en un mensaje cifrado.
La tarde del 20 de junio, Ruiz y Flores recibió, por conducto de la embajada chilena, el mensaje cifrado de Pío XI, que le autorizaba a firmar el restablecimiento del culto público con tal de que obtuviera del gobierno tres cosas:
  1. Una amnistía general para todos los insurgentes que quieran rendirse.
  2. La restitución de los bienes inmuebles parroquiales y episcopales.
  3. Un mínimo de garantías sobre la estabilidad de estas instituciones.
Ruiz y Flores confiesa en sus memorias que fue Morrow el que preparó la declaración que él firmó así como la que suscribió Portes Gil. Dice que retrocedió ante la frase de su declaración que hablaba de restablecer el culto de acuerdo con las leyes en vigor y que pensó en modificarla, pero que le hicieron observar que todo lo que él iba a firmar se encontraba ya en otra declaración, la del presidente.
Por otra parte, es obligado decir que Portes Gil nunca firmó las condiciones que le pedía el Vaticano, ni ofreció garantía alguna  al respecto, como lo confesó a boca llena el propio Ruiz y Flores en sus memorias; sólo se comprometió, verbalmente a respetar dichas condiciones:
Obispo Ruiz y Fores
“No vi la necesidad de garantías escritas y firmadas, porque tenía como testigo personal a monseñor Díaz y, del lado del presidente, al Dr. Canales” (era éste, a la sazón secretario general de la presidencia).
No se exigió pues, ninguna garantía en absoluto al presidente Portes Gil. Por lo demás, sólo un ingenuo podía creer que Portes Gil iba a cumplir lo que prometía, pues además de ser masón, comunista y genocida, carecía de mandato oficial para efectuar dichas promesas, ya que no había recibido para hacerlas ninguna facultad del partido en el poder o de la Cámara de Representantes. De manera que, legalmente hablando, el tan ponderado modus vivendi no pasó de ser una conversación privada que concluyó con la vuelta de los obispos a Méjico.
LA DECLARACIÓN PRESIDENCIAL
He aquí la declaración firmada por el presidente mejicano, en la que mentía con toda claridad y con una desfachatez inaudita y en la que no cedía en nada (se redactó sobre la base de un escrito en inglés por Morrow y traducido al castellano a toda prisa):
“He tenido pláticas con el Arzobispo Ruiz y Flores y el Obispo Pascual y Díaz. Estas pláticas tuvieron lugar como resultado de las declaraciones públicas hechas por el Arzobispo Ruiz y Flores en mayo 2 y las declaraciones hechas por mí en mayo 8.
El Arzobispo Ruiz y Flores y el Obispo Díaz me manifestaron que los obispos mexicanos han creído que la Constitución y las leyes, especialmente la disposición que requiere el registro de ministros y la que concede a los Estados el derecho de determinar el número de sacerdotes, amenazan la identidad de la Iglesia dando al Estado el control de sus oficios espirituales.
Gustoso aprovecho esta oportunidad para declarar públicamente, con toda claridad, que no es el ánimo de la Constitución, ni de las leyes, ni del Gobierno de la República, destruir la identidad de la Iglesia Católica, ni de ninguna otra, ni de intervenir de manera alguna en sus funciones espirituales. De acuerdo con la protesta que rendí cuando asumí el Gobierno Provisional de México, de cumplir y hacer cumplir la Constitución de la República y las leyes que de ella emanen, mi propósito ha sido en todo tiempo cumplir honestamente con esa protesta y vigilar que las leyes sean aplicadas sin tendencia sectarista y sin prejuicio alguno, estando dispuesta la Administración que es a mi cargo, a escuchar a cualquier persona, ya sea dignatario de alguna Iglesia o simplemente de una particular, las quejas que pueda tener respecto a las injusticias que se cometan por la indebida aplicación de las leyes.
Con referencia a cierto artículos de la Ley que han sido mal comprendidos, también aprovecho esta oportunidad para declarar:
  1. Que el artículo de la Ley que determina el registro de ministros, no significa que el Gobierno pueda registrar a aquellos que no hayan sido nombrados por el superior jerárquico del credo religioso respectivo, o conforme a las reglas del propio credo.
  2. En lo que respecta a la enseñanza religiosa, la Constitución y leyes vigentes prohíben en manera terminante que se imparta en las escuelas primarias y superiores, oficiales o particulares, pero esto no impide que en el recinto de la Iglesia, los ministros de cualesquiera religión impartan sus doctrinas a las personas mayores o a los hijos de estos que acudan para tal objeto.
  3. Que tanto la Constitución como las leyes del país garantizan  todo habitante de la República el derecho de petición, y en esa virtud, los miembros de cualesquiera Iglesia pueden dirigirse a las autoridades que corresponda para la reforma, derogación o expedición de cualesquiera Ley.
Palacio Nacional, junio 21 de 1929.
El Presidente de la República
Emilio Portes Gil”
Se habrá observado que los puntos 1 y 2 del documento establecían que se mantendría, por parte del poder civil, el registro de los sacerdotes y que continuaría la prohibición de la enseñanza religiosa en todos los establecimientos de instrucción, públicos o privados, del territorio mejicano; se habrá observado asimismo que en ninguna parte se hablaba de derogar o abrogar ley alguna anticatólica; esto es: se mantendría todo el dispositivo de leyes sectarias que habían colocado a la Iglesia fuera de la ley.
DESPUÉS DE LOS ACUERDOS
Como reconoció más tarde monseñor Leopoldo Lara y Torres, obispo de Tacambaro, en suMemoria al cardenal Pacelli, del 25 de marzo de 1932, lo que hio la Iglesia al firmar los “arreglos” fue aceptar que no se reconociera su personalidad jurídica y que no gozara de ningún derecho en el seno de la legislación mejicana. Lo mismo reconocía Portes Gil en sus memorias políticas (La lucha entre el poder civil y el clero): “El Gobierno que yo representaba exigió de los delegados del Episcopado una sumisión incondicional a la Constitución y a las leyes vigentes, que no le reconocían ninguna personalidad a la Iglesia Católica”. Se había jactado ya de lo mismo el 27 de julio de 1927, en el banquete de la masonería mejicana que se celebró en el solisticio de verano: “El clero reconoció íntegramente al Estado. Declaró sin reservas que se sometía estrictamente a nuestras leyes. (…) Me comprometo, ante la masonería formar una sola y misma realidad, ya que los hombres que asumen el poder en aquél desde años siempre se han mostrado solidarios con los principios revolucionarios de la Masonería”.
Por cierto, el presidente Portes Gil exigió, antes de firmar los humillantes arreglos, que permanecieran en el exilio monseñor Orozco y Jiménez (obispo de Guadalajara), monseñor Manríquez y Zárate (Huejutla) y monseñor González y Valencia(Durango); es decir, Portes reclamó las cabezas de los tres obispos que habían abogado alguna vez por los cristeros y pedido a Pío XI por ellos. Monseñor Ruiz y Flores convino en ello y, una vez aceptada por él esta cláusula secreta, Portes firmó la declaración transcrita más arriba.
La siguiente fase fue conseguir, mediante una enorme presión religiosa, la desmovilización de los cristeros. El general en jefe de los cristeros, Jesús Degollado Guizar, escribía a la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, el 3 de julio de 1929: “La situación se vuelve imposible. En todas partes los curas les explican a los católicos que, al haberse arreglado las cosas con el gobierno, es un pecado en adelante dar de comer a los cristeros”. En numerosas parroquias los curas obligaban a los fieles a denunciar a los recalcitrantes. Utilizaban el confesionario para localizar sus redes y no vacilaban en amenazar con la excomunión en nombre del Papa. En Oaxaca fue el propio Arzobispo el que convocó a los jefes de la insurrección para ordenarles entregar sus armas a las autoridades militares. El padre Ríos de Aguililla, se hacía conducir hasta los focos de resistencia más remotos, en el avión personal del general revolucionario Cárdenas, para gestionar la rendición de los cristeros. Fue esta enorme presión religiosa l que obligó al susomentado general en jefe de los cristeros, a dar la orden de rendición:
“Su Santidad el Papa, por la voz de Su Excelencia Monseñor el delegado apostólico, y por razones que no conocemos paro a las que, como católicos, nos sometemos, ha ordenado restableer los cultos sin abrogación de las leyes antirreligiosas, colocando de algún modo el ejercicio del ministerio sacerdotal bajo esta protección,. Por ese motivo, compañeros, nuetra situación ha cambiado…
Debemos someternos a los decretos de la Providencia…
La Guardia Nacional (nombre del ejército cristero) desaparece, no vencida por sus enemigos, sino realmente abndonada por los que habrían debido recoger los primeros el fruto de sus preciosos sacrificios. Ave Cristo, los que van a humillarse, exiliarse y quizás morir sin gloria te saludan, te aclaman una vez más como Rey de nuestra Patria”.
Ya lo dijo el obispo de Huejutla en el exilio, el 23 de enero de 1930:
Obispo de Huejutla Manríquez y Zárate
“Los enemigos de Jesús fueron extremadamente astutos al recurrir a Roma para quebrar la muralla de la resistencia armada. Habían comprendido que el pueblo depondría las armas a la primera señal del Vicario de Jesucristo”.
Antes de que terminara 1929 habían muerto asesinados todos los grandes jefes cristeros de Guanajuato y Zacatecas, con excepción de Ávila y de Aurelio Acevedo. Según narra el historiador Jean Meyer, la carnicería selectiva se prolongó a lo largo de varios años y todos los grande jefes cayeron: Cueva, Arreola, Gutiérrez, Álvarez, Barajas, Hernández, Bouquet, Salazar. La caza del hombre se cobró 5.ooo víctimas desde 1929 a 1935, de las cuales 500 eran jefes que iban desde el grado de teniente al de general. Blanco Gil escribió un martiriólogo (El clamor de la sangre) que abunda en testimonios sobre los veteranos fusilados al salir de misa, ante el pueblo reunido; sobre los ahorcados en su propio domicilio; sobre los campesinos apuñalados en sus tierras por los milicianos del PRI…
El episcopado llegó más lejos aún, en los últimos mese de 1929, la Liga Nacional Defensora, laAsociación Católica de la Juventud Mexicana, la Unión de las Damas Católicas y las Brigadas Femeninas Santa Juana de Arco (todas las asociaciones de seglares mejicanos que habían apoyado la insurrección): el episcopado impuso en todas partes una Acción Católica estrechamente dependiente de los obispos.
En 1930, monseñor Ruiz y Flores, delegado apostólico, reclamó en vano la restitución de los templo y casas religiosas confiscadas por los federales. También el registro de sacerdotes siguió funcionando a las mil maravillas: en 1935 no había más de 305 sacerdotes en todo Méjico autorizados por los gobiernos estatales. Pese a ello, los obispos seguían con su política de diálogo, mano tendida y colaboración con el gobierno.
Durante tres años, de 1926 a 1929, contra las ametralladoras yanquis de los federales mejicanos, contra sus morteros y aviones de caza de fabricación  norteamericana, contra todo el sostén militar de los gringos que el gobierno recibía en camiones, en trenes, en barcos enteros, a pesar de que el gobierno norteamericano había proscrito en su territorio cualquier intento de sostenimiento de la insurrección cristera, los mejicanos recuperaron sus pueblos, eligieron alcaldes, abrieron escuelas, restauraron capillas y monasterios, santificaron las cosechas y hasta convirtieron a masones y bandidos; pero en menos de tres meses, dos obispos, con la anuencia o el silencio de otros muchos, entregaron a los católicos, atados de pies y manos, a los rojos del PRI. Los famosos norteamericanos, campeones de la libertad y de los derechos humanos, recibieron importantes concesiones petrolíferas por su apoyo a los rojos, además de la satisfacción de ver masacrada una nación Católica (no en vano los EE.UU. de América fueron fundados por protestantes y masones y, como consecuencia, el pueblo americano tiene fuerte reflejos anticatólicos).

LA SEGUNDA CRISTIADA (1932 – 1938)
Los acuerdos (arreglos) de 1929 no duraron mucho, pues el Estado no los puso en práctica de buen grado y ya en 1931 se volvió a la persecución.
El gobierno no sólo no cumplió con los términos del acuerdo, sino que en los dos años que siguieron organizó la caza y derribo de multitud de cristeros, que desde el verano de 1929 ya habían cesado la lucha armada. Así mil quinientos  de ellos fueron asesinados en este periodo, quinientos de los cuales eran oficiales del ya desarmado ejército cristero. La normalización de la vida de estos católicos se hacía imposible. Pío XI publicó la encíclica Acerba Animi el29 de septiembre de 1932, en la que invitaba a los católicos “a obedecer la ley y a defender a la Iglesia”. Había estallado ya en enero la segunda cristiada (1932-1938).
Gracias al nuevo levantamiento cristero, el gobierno empezó a ceder en cuestiones anticlericales. En 1935, los indios “mayos” consiguen que en el estado de Sonora el gobierno omita las leyes anticlericales. En 1936, los alzamientos en Oaxaca y Colima liberan también estas zonas de dicha legislación. Por fin, el cese de la persecución legal a la Iglesia, por parte del presidente Cárdenas, que reabre en 1937 muchos templos, hace que los pueblos dejen poco a poco de apoyar a los cristeros, y al pacificarse muchas zonas, el ejército puede concentrar sus fuerzas contra los últimos: Puebla (1938), Jalisco (1940) y por fin Durango (1941), donde su jefe Federico Vázquez, después de la rendición, muere sólo y desarmado, asesinado por el fuego cruzado de diez sicarios enviados por el nuevo gobernador; muere sobre su caballo “el Quelite”, a cuyo lomo había recorrido las sierras con los estandartes de Cristo Rey y de la Virgen de Guadalupe.
CONCLUSIÓN
Si bien una parte del episcopado mejicano prefería, para evitar males mayores, tratar jurídicamente con el gobierno a fin de obtener la libertad para la Iglesia, había otra parte de dicho episcopado que prefería la resistencia, primero pasiva, luego activa y, por último, armada, para lograr el mismo resultado. Ahora bien, la doctrina católica enseña que es lícito pactar jurídicamente a condición de no lesionar los principios de la fe y del derecho natural y divino. Así pues, no hubo pecado de liberalismo en la práctica “concordatoria” de una parte del episcopado aunque después se echara de ver que era sólo una quimera. Como mucho, se puede decir que hubo un error práctico de cálculo tocante a los medios que era mejor emplear, más no que se diera claudicación alguna relativa a los principios, o que se eligiera medios malos en sí mismos. También es lícito, para la doctrina católica, como extrema ratio, resistir activamente, incluso con las armas, en determinadas condiciones (estar moralmente seguros del éxito de la rebelión y de que la situación posterior no sea peor que la anterior). Ahora bien, los cristeros habrían podido vencer (bien que, con todo, no había certeza de ello) y devolverle la libertad a la Iglesia. De ahí que su conducta no fuera reprobable, antes al contrario, se reveló luego como la mejor en la práctica.
Pío XI fue elevando el tono de la crítica: había apoyado al episcopado mejicano, el 11 de julio de 1926, en su decisión de suspender el culto (a diferencia de Gasparri), que mantenía sus dudas  tocante a tal prohibición), y apoyó en 1929 (bien que con algunas dudas prácticas) la táctica del diálogo jurídico a fin de acabar con la guerra civil; más cambió de estrategia en 1932 (distanciándose del cardenal Gasparri, que seguía apostando por los acuerdos jurídicos) ante el hecho  de que el gobierno mejicano no había respetado los pactos. En efecto, dio en 1937 el nihil obstat a la rebelión armada de los jefes seglares, excluyendo de la lucha armada, pero no de la dirección y protección de los insurgentes, sólo al clero y a la Acción Católica en cuanto asociación a las órdenes directas del clero.
El Papa escribía en la encíclica Firmissimam Constantiam lo siguiente:
“Se dijo entre vosotros que, dado el caso de que estos poderes se levantaran contra la justicia y la verdad hasta el punto de destruir los fundamentos mismos de la autoridad, no se veía como se podría condenar a los ciudadanos que se unieran para defender con medios ilícitos e idóneos a la nación y a sí propios (…) Aunque la solución práctica depende de las circunstancias concretas, con todo, debemos recordar por nuestra parte algunos principios generales que hay que tener siempre presentes, a saber, (…) que el uso de tales medios (…) de defensa violenta no entra en modo alguno en los cometidos del clero y de la Acción Católica como tales, si bien a ellos les corresponde preparar a los católicos para que usen rectamente sus derechos”
o sea: que el clero como tal y la Acción Católica, en cuanto asociación a las órdenes directas del episcopado, no debían usar medios violentos, pero podían y debían preparar a los fieles laicos a usar de manera lícita incluso del derecho a la resistencia armada contra un agresor injusto.
Era un consuelo, pero que llegó tras diez años de difusión, crítica y abandono por parte de la jerarquía, de aquellos que lo habían entregado todo para que volviera Cristo a los sagrarios. Él les habrá dado la recompensa con una “medida buena y apretada”. (Lc 6, 38).
EPÍLOGO DE ACTUALIDAD
Cuando preparo este artículo, pienso en la patria espiritual que Dios nos ha dado y que es la Iglesia.
Pienso que ella ha sido invadida por un enemigo, también hijo del liberalismo, llamado modernismo, que la ocupa inspirando una nueva forma de gobierno, nuevas leyes y nuevas doctrinas.
Pienso que este régimen ahoga el alma católica y tiraniza el espíritu auténtico del pueblo de Dios, alejándolo de la fe de sus padre, de la moral íntegra, de las aguas puras que eran los sacramentos.
Pienso que muchos se han entristecido, algunos se han indignado y muy pocos se han resistido a seguir viendo así a su madre la Iglesia, patria común de los hijos de Dios.
Algunos en especial el recordado Monseñor Marcel Lefebvre, aguijoneados por su noble conciencia, se organizaron para resistir y combatir, pero fueron muy pronto abandonados y desautorizados por el resto, en especial por la jerarquía. Otros guardaron un temeroso silencio.
Vinieron después “arreglos”, acuerdos ambiguos que permitían volver a la legalidad, para no ser señalados de “rebeldes”, y que se suscribieron al amparo de la expresión “tradición viva”, que contentaba a cada una de las partes con el término que le convenía… pero términos que unidos son incapaces de devolver sus derechos a la Tradición y a Cristo Rey. Por eso, sus más fervientes defensores, cual auténticos cristeros, han seguido en la lucha, con la esperanza puesta en Dios y Nuestra Señora, de que por fin un Papa condene la tiranía modernista y reconozca lo legítimo de la lucha de quienes no escondieron las armas de la verdad de Jesucristo que el arsenal del Magisterio secular de la Iglesia les brindaba.


Sí Sí No No Verano 2011
Notas
1) K. Bihlmeyer - H. Tuelchle, Storia della Chiesa. L´epoc moderna, Brescia: Morcelliana, 1983, 42 vol., pág. 284.
2) H. Jedin, op. cit., vol.X 2, La Chiesa nei vari paesi ai nostri giorni (XX sec.) La Iglesia en los distintos países hasta nuestros días, p. 704.
3) Se habla de 25.000 muertos entre los cristeros, 20.000 entre civiles y 25.000 entre los soldados del ejército gubernamental; se calcula  además que hubo unos 200.000 entre prófugos y refugiados. (cf. M. de Giuseppe).
4) H. Jedin, ibid., p 705
5) H. Jedin, ibid., p 706
6) Storia della Chiesa, dirigid por A. Fliche-V. Martín, Cinisello-Balsamo: San Paolo, 1990, vol. XXIV: Dalle missioni alle chiese locali (1846-1965) De las misiones se las iglesias locales (1864-1965), p. 500.
7) H. Jedin, loc. cit.
8) K. Bihlmeyer-H Tuelchle, op.cit, pág. 382
9) M. de Giuseppe, Messico 1900-1930. Stato Chiesa e popoli indigeni, Brescia: Morcelliana, 2007, pp. 338-339. Cf Jean Meyer, La cristiada, Ciudad de Méjico. Siglo XXI, 1971-1973.
10) M. de Giuseppe, ibid., p. 353
11) M. de Giuseppe, loc. cit.
12) M. de Giuseppe, ibid., pp. 337-446.
13) M. de Giuseppe, ibid., pp. 354-355




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