Es de suponer que los callistas habrían acogido la suspensión de los cultos religiosos con frialdad, e incluso con una cierta satisfacción. Ellos no se esperaban, como tampoco la mayoría de los Obispos, la reacción del pueblo cristiano al quedar privado de la Eucaristía y de los sacramentos, al ver los altares sin manteles y los sagrarios vacíos, con la puertecita abierta...
El cristero Cecilio Valtierra cuenta aquella experiencia con la elocuencia ingenua del pueblo:
«Se cerró el templo, el sagrario quedó desierto, quedó vacío, ya no está Dios ahí, se fue a ser huésped de quien gustaba darle posada ya temiendo ser perjudicado por el gobierno; ya no se oyó el tañir de las campanas que llaman al pecador a que vaya a hacer oración. Sólo nos quedaba un consuelo: que estaba la puerta del templo abierta y los fieles por la tarde iban a rezar el Rosario y a llorar sus culpas. El pueblo estaba de luto, se acabó la alegría, ya no había bienestar ni tranquilidad, el corazón se sentía oprimido y, para completar todo esto, prohibió el gobierno la reunión en la calle como suele suceder que se para una persona con otra, pues esto era un delito grave» (Meyer I,96).