En la provincia mexicana, y al margen de la Liga, comenzaron a darse una serie de levantamientos armados de manera espontánea por la restitución de los derechos religiosos. En todos ellos el grito de guerra era ¡Viva Cristo Rey!, por lo que pronto estos alzados fueron llamados Cristos Reyes y más tarde Cristeros. El primer ataque tuvo lugar en Chalchihuites, Zacatecas el 15 de agosto de 1926, cuando un grupo encabezado por Pedro Quintanar, comerciante y sindicalista católico del cercano poblado de Valparaíso, organizó un grupo para rescatar del poder de fuerzas federales al cura Luis G. Bátiz, hoy canonizado, quien durante la persecución fue fusilado junto con algunos miembros de la ACJM. Al regreso de Quintanar al pueblo, buscó justicia en las autoridades municipales, pero al no encontrar respuesta, se apoderó de Chalchihuites pero tuvo que replegarse ante la llegada de refuerzos militares.
En el grupo de Quintanar se encontraba Aurelio Acevedo Robles, quien atacó el poblado jaliciense de Huejuquilla el Alto y apoderado de la plaza después de un combate de once horas, dispuso la defensa contra las tropas federales. El general Eulogio Ortiz, enterado de la toma de Huejuquilla, atacó el 4 de septiembre con 400 hombres entre los que se encontraba agraristas de Fresnillo y Valparaíso y obligó a los hombres de Acevedo a huir por su corto número. Tanto éste como Quintanar se retiraron en espera de un mejor momento para la reanudación de la lucha.
Es en el año de 1927 cuando los brotes dejaron de ser esporádicos para convertirse en una verdadera amenaza para el gobierno, principalmente en el centro occidente del país, siendo los estados más involucrados Jalisco, Michoacán, Nayarit, Colima, Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas y Aguascalientes, aunque también el Distrito Federal, Morelos, Oaxaca, Guerrero, así como ocasionales apariciones en Coahuila y Durango.
La Liga, al saber del fracaso del boicot para la revocación de la Ley Calles y de los primeros brotes, decidió pasar de la resistencia pacífica a medios más drásticos, y para ello mandó un memorandum al Episcopado mexicano el 26 de noviembre de 1926 para solicitar su aprobación sobre la defensa armada. Los obispos no objetaron el uso de la fuerza, pero se cuidaron de comprometerse y aparentemente satisfechos, los “ligueros” organizaron un comité de actividades de guerra bajo el mando del joven René Capistrán Garza, presidente de la ACJM para el estallido de la guerra el 1° de enero de 1927.
Al tener noticias de la rebelión planeada por el general Enrique Estrada, antiguo secretario de Guerra y Marina de Obregón y desterrado en Estados Unidos por su filiación delahuertista, se le comisionó a reunirse con él y obtener el apoyo de aquél país. La rebelión de Estrada fue descubierta y pronto fue detenido, ante ello, Capistrán Garza procedió a buscar apoyo entre el episcopado estadounidense, encontrando sólo la indeferencia de los obispos o en el mejor de los casos, aportaciones económicas ridículas; pese a ello, en sus informes a la Liga se mostraba optimista, pero al carecer de resultados positivos, fue relevado de su misión el 3 de julio de 1927.
Aunque los cristeros lograban algunas victorias, las plazas tomadas casi nunca eran retenidas, pues pronto llegaban los refuerzos de las tropas federales bien abastecidas aunque las poblaciones brindaban ayuda a los primeros y rechazaban a los segundos. Debido a su escasa o nula preparación militar, la táctica de ataque era básicamente la guerra de guerrillas, además, no existía aún un mando unificado que coordinara las operaciones.
En contraste, el Secretario de Guerra y Marina, General Joaquín Amaro, se esforzó por dotar al Ejército federal de la disciplina y tecnología de que carecían, aunque en ocasiones se echó mano de los agraristas según las necesidades de la contienda. Estos, en un principio estaban encargados de la vigilancia de las parcelas otorgadas por el gobierno, pero más adelante fueron llevados a la guerra, quedando así como blanco seguro de los cristeros y carne de cañón del Ejército.