jueves, 31 de marzo de 2011
EL APOSTOLADO Por el Beato Anacleto González Flores
Todas las doctrinas para triunfar y llegar a señorear los espíritus y las sociedades, necesitan de los esfuerzos y de los sacrificios del apóstol; es esta una ley que se puede demostrar principalmente con la Historia, que no es otra cosa que la experiencia de la humanidad.
Cuando N. S. Jesucristo quiso conquistar el mundo y conseguir que su pensamiento eminentemente civilizador penetrara a todas las conciencias, puso grande empeño en formar de un modo especial hombres que por su abnegación, desinterés y amor al sacrificio se resolvieran a emprender la realización de una obra que como la de Jesús era al parecer una gran locura. Esos hombres recibieron el nombre de apóstoles, no fueron más que unos cuantos y a pesar de esto llevaron a feliz término una empresa que ha merecido la admiración de los hombres y de los siglos.
Y todo sistema que ha logrado apoderarse poco o mucho tiempo de la humanidad no lo ha podido conseguir más que por medio del apóstol. El apóstol es un hombre que profundamente apasionado de una idea hace de ella el pensamiento único de su vida, el objeto de su amor, el ideal supremo de su existencia; y por más que se le vitupere y se le ridiculice, él es, ha sido y seguirá siendo el árbitro de los destinos de los pueblos, por que con su acción constante, perpetua, incansable, conquistará las inteligencias, subyugará los corazones, será dueño de las voluntades y la humanidad le pertenecerá inevitablemente: de aquí es que en todos los grandes movimientos han agitado a los pueblos y han llevado por nuevos senderos a las generaciones, encontramos siempre el influjo, la palabra, la acción de un hombre que ha querido ser el apóstol de alguna idea que ha llegado a su realización con el sacrificio y el amor ardiente del que ha enseñado y defendido con ahínco y tesón inquebrantable. El apóstol y su acción poderosamente irresistible son indispensables sobre todo cuando se ha iniciado la decadencia de los pueblos a causa de la corrupción honda de las costumbres y de la desorientación de los espíritus extraviados con los falsos sistemas, pues entonces, perdida la estimación grande y fuerte que se les debe profesar a la verdad y a la justicia, solamente una palabra desbordante de entusiasmo y acompañada de una vida que sea la cristalización de la idea que se defiende y enseña, pueden levantar de las profundidades del abismo del mal y del error, a los espíritus caídos y llevarlos a las cumbres en que fulguran esplendorosamente la verdad, la justicia y la libertas. Si las generaciones de nuestros días se ha de salvar de naufragio en que están perdiendo y precipitando los pueblos, solamente se conseguirá con la abnegación, con el ejemplo y si se quiere con el martirio del apóstol.
Entre nosotros faltan apóstoles y aun cuando existen algunos, son bien pocos si se tiene en cuenta que el torrente del mal y del error se desborda por todas partes, y es preciso por lo mismo que cada hombre que lleve el corazón bien puesto y ame con fuerza y con ardor la causa de la civilización y consiguientemente de la humanidad, le haga frente y se oponga, a la corriente de materialismo que nos ha invadido y que está próxima a reducir a escombros el andamiaje que sirve de sostén y de punto de apoyo a las construcciones magníficas de que tanto se enorgullece el espíritu humano.
Nuestra salvación está en el apostolado y por esto hay que ejercerlo en todas sus formas y en todas sus manifestaciones: con la prensa, con la conversación, con las conferencias, con la caridad, que es el gran poder de conquistar, en fin, por otros muchos medios que la experiencia nos recelará cuando todo corazón y sólo por la gloria de Dios y la salvación del genero humano, nos entreguemos a procurar con todas nuestras energías el triunfo de la verdad y del bien.
El apóstol puede existir en todas las clases sociales: entre los obreros, entre los individuos de la clase media, entre aristócratas; en fin, en todos los distintos elementos que forman la sociedad.
Al apóstol le ha cabido y le cabrá en todo tiempo la gloria y la satisfacción inmensa de llevar a las generaciones por los senderos que a través del gran desierto de la vida van a parar a las regiones luminosas del progreso y de la prosperidad de los pueblos. Seamos apóstoles, consagrémonos a la realización de una idea noble y levantada, y así cuando la muerte hiele la sangre de nuestras venas, nos reclinaremos tranquilamente sobre el polvo del camino envuelto en las bendiciones de Dios y de los hombres.
Revista La Palabra Nº. 19, pág. 1
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