sábado, 12 de noviembre de 2011

CON EL CORAZÓN HENCHIDO DE GRATITUD



Tacubaya, D.F. 12 de Noviembre de 1926
Señorita R. M. R.

Apreciable señorita: Le escribo a usted con el corazón henchido de gratitud. Es esta la primera carta que escribo después de la muerte de mi hijo Manuel (Q.E.P.D.) -se alude al mártir Manuel Melgarejo y Nápoles-. Intencionalmente he dejado transcurrir estos dos meses prácticamente sin comunicación de mi parte con persona alguna de Zamora, para disfrutar en la intimidad y quietud de mi pobre hogar, a solas con mi esposa y los dos hijos que me quedan, la grandísima satisfacción, única, que nos ha proporcionado el sacrificio de nuestro heroico hijo, muerto en Zamora en aras de un ideal no sólo grande y noble, sino cristiano y muy santo. Orgulloso de mi dicha, la aprisioné en las cuatro paredes de mi humilde hogar, temeroso de que me la arrebataran la envidia o el egoísmo mundanos. Es ya tiempo de romper el silencio, y son las primeras líneas éstas que dirijo a usted, para que comparta conmigo mis alegrías y grandes satisfacciones, como compartió el dolor cuando, en una misión verdaderamente cristiana, piadosamente amortajó aquellos dos cuerpos ensangrentados… Ésta casa no se ha entregado al dolor; no ha habido entre nosotros ni alarde de sentimentalismos ni cacareos de dolor. Nuestras miradas van más allá de lo terreno. Claro está con los hechos, como estamos, de carne y hueso, a veces el dolor nos acomete y hace flaquear nuestras débiles fuerzas; pero en términos generales, no hemos dado cabida al dolor, porque sencillamente entendemos que el dolor no debe albergarse en el corazón del cristiano cuando la Providencia Divina -en todo grande y en todo magnífica- le ha deparado la enorme dicha de escoger entre sus hijos al más noble, al más bueno, al más piadoso para que le ofrende su vida -no manchada todavía con la impureza- en holocausto divino por la libertad de la Iglesia, que tanto necesita México.
Nosotros, sus padres, conocíamos la noble intención que lo llevaba, en compañía de Joaquín Silva, a aquellos lugares; sabíamos a lo que iba y los riesgos que correría; de todos sus planes y proyectos teníamos pleno conocimiento; y contaba el pobre, el abnegado muchacho, con nuestro entero y abierto conocimiento, con nuestra franca y decidida aprobación y también con la fuerza y el consuelo de nuestra humilde y espontánea bendición. Como padres creyentes y católicos, no podíamos hacer otra cosa; teniendo tres hijos varones, nos consideramos obligados a ofrendarle a Dios el mayor en momentos en que lo reclamaba la lucha en defensa de la libertad de la Iglesia. ¿Que mayor satisfacción podemos ambicionar? Por ello le estamos profundamente agradecidos a la Divina Providencia, y así como lo sentimos en lo íntimo del corazón, asimismo lo confesamos franca y públicamente.

Fracasados estos jóvenes en sus planes (en la parte material se entiende), por villanía o traición, por torpeza del grande o del chico, o por inexperiencia de los dos, manos criminales consumaron el sacrificio que enalteció la Fe de Cristo, cubrió de gloria a mi hijo y vino a poner un marco de inestimable valor, por lo honroso, al pobre cuadro de esta humilde familia; y fue usted, señorita, a la que tocó desempeñar el papel tan noble en la tarea de dar a los cuerpos de estos dignos Mártires su cristiana sepultura. Sé muy bien cuál fue su comportamiento con este motivo, debido a su gran corazón y a sus piadosos sentimientos -que mucho la honran-, estos cuerpos bajaron al seno de la tierra amortajados decorosamente. Esta acción de usted no necesita elogios, que opacarían el esplendor con que a usted la dejó aureolada. Por eso vengo sólo con estas palabras líneas a darle a usted cumplidamente las gracias y decirle, en mi nombre y en el de los míos, que el nombre de usted y el de los suyos ocupan un lugar preferente en nuestro corazón, en donde tendrán la perpetua guardia de nuestra gratitud. No soy nadie ni valgo nada. Cuento sólo con mi pobreza, creo tener el corazón bien puesto. Desde hace cerca de diecinueve años formé un hogar, en el que llevamos la vida de sosiego y gustamos todos la dulzura de la apacible tranquilidad. Por temperamento vivimos isladamente. No tenemos pretensiones ni abrigamos ambiciones bastardas. ¿Que más puedo desear en mi medio? Créalo usted, que desde el fondo de mí sólo bendigo de corazón el Santo Nombre de Dios. Teníamos ya resuelto el viaje de mi esposa y Alfredito (el hijo más chico de nueve años), a Zamora, para el día de Muertos, cuando un espíritu de esos pusilánimes y criminalmente cobardes, que por desgracia tanto abundan entre nosotros los católicos, lo hizo aplazarlo para más tarde, pero creo que muy pronto ella o yo tendremos el gusto de ir a decirle a usted en viva voz estas expresiones que ha ido dictando mi corazón. ¿Habría en Zamora alguna mano piadosa que el día 2 de noviembre se acordara de mi hijo Manuel?
Para terminar, cerrando con broche de oro esta carta, quiero estampar otra vez las palabras que espontáneamente brotaron de mi pecho al principio de éstas líneas: Le escribo a usted con el corazón henchido de gratitud.
Soy de usted con la mayor consideración y respeto, afectísimo y atento servidor, Manuel Melgarejo. (Padre)

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