miércoles, 13 de julio de 2011

“MIS CONFIDENCIAS AL HÉROE DESCONOCIDO”


En realidad no te conocen, nunca se habla de tus proezas, ni se nombran tus hazañas. No has figurado en esa pléyade de nombres grandes, heroicos que valerosamente supieron dar su vida por Cristo, y que se llaman mártires.
Has permanecido oculto, no te conocen, no saben que fuiste un héroe. No es justo, pues, que quedes en el olvido, quiero que seas conocido, no por ostentación ni vanidad, sino para que Dios sea glorificado y su Iglesia, hoy tan perseguida, sea exaltada y colocarte a la vez , en el lugar que a ti te corresponde.
No saben que fuiste un héroe, porque ignoran que fuiste uno de los primeros luchadores; que cuando la Iglesia estaba amenazada y perseguida por sus ingratos hijos; cuando ya Dios se había ausentado de los Sagrarios, y las lámparas de los templos se apagaron y no tenían ya vida; cuando las multitudes agobiadas por el sufrimiento con los ojos llenos de lágrimas buscaban como la esposa lo cantares al Dios ausente; cuando la confusión reinaba en los hogares y corazones de los Católicos estaban poseídos de infinita amargura, entonces tú lleno de santa indignación, dijiste: “yo iré a defender a Cristo y a su Iglesia, ofrendaré mi vida por conquistar nuestras libertades, y sabré cumplir con mi deber como cristiano, aunque para eso tenga que sacrificar lo más querido y grande para mí en la tierra”; y sin pensar que dejabas a la esposa amada, y a los hijos queridos, te lanzaste al campo de batalla, empuñaste el arma y te fuiste a engrosar el núcleo luchador, y henchido de amor santo, al incorporarte en las filas, el primer saludo que diste, ritual entre vosotros, fue el ¡VIVA CRISTO REY!
Entonces cual león rugiente te abalanzaste sobre tu presa, combatiendo tres días muy cerca del pueblo que te vió nacer. Allí, derramaste las primeras gotas de tu sangre. He aquí el triunfo. Fueron las primicias que dieras al Divino perseguido. Tu esposa y tus hijos cuando tuvimos conocimiento de que ya tu cuerpo tenía cicatrices, lloramos de ternura y de orgullo santo. ¡Cuánto sufriste entonces!, y el cielo es testigo de que nosotros no sufrimos menos.
Combatiste en varios puntos de Michoacán y Jalisco, sufriendo además de la persecución constante del enemigo, hambres, falta de ropa… Fuiste removido a una región tropical, cuyos desiertos se asemejan a los del Sahara. Era la arena tan candente que tus pies al pisarla se quemaban. Largos dos años luchaste con denuedo, siendo tu martirio más grande que el de los Mártires del Circo Romano, porque el de ellos consistía en unas cuantas horas y el tuyo fue muy prolongado. Pero nada te hizo desistir, ni ofrecimientos pingües, ni las lágrimas de tu esposa, ni los sollozos de tus hijos.
“No puedo -decías, con frases que en nuestro corazón quedarían grabadas-, dejar de considerar el sufrir de los seres que amo; pero hay una cosa más grande que supera ese amor y es Cristo, por quien lucho y por quien he dejado cuanto poseía”. No tuviste más que un ideal: vencer o morir. “De no ser, -decías- como lo hemos pretendido, que Dios me quite la existencia”. Y así fue: como no se consiguió lo que deseabas, oyó Dios tu plegaria, y por permisión de Él fuiste removido al lugar donde los ángeles te esperaban con tu palma y tu corona. Ya habías cumplido tu misión, ya habías dado pruebas de hombre y de cristiano; si no obtuviste tus deseos, la culpa no fue tuya. Ya habías terminado y ¡oh designios de Dios! precisamente al ofrecer el sacerdote la Víctima del Holocausto, en esos mismos momentos tu cuerpo hizo blanco a las balas enemigas, y al pie del Sacrificio del Altar, tú también ofreciste tu vida y diste tu sangre. Tu cuerpo, pues, cayó sin vida sobre el frío pavimento en un lago de sangre. Ya habías dejado escritas tus instrucciones, y como no tenías herencia que legarnos, nos dejaste bellísimos consejos que en nuestro corazón quedarán grabados con caracteres de oro y jamás se borrarán.
¡Sangre bendita! Yo quisiera cubrir de besos la tierra que te sostuvo. Moriste tan pobre, que aún en ésto imitaste a tu Divino Maestro y como Él, no tuviste en los instantes supremos dónde reclinar tu cabeza. Ahora yo quiero preguntarte: ¿Que el sacrificio tuyo y de millares de mártires será estéril? ¿No ves cómo la Iglesia se halla nuevamente encadenada y sus ministros perseguidos con más furia? ¿No sabes que quieren extinguir el nombre de Aquel por quien moriste? ¿No sabes que quieren corromper el corazón del niño evitando ya que en las escuelas se pronuncie el nombre de Dios? ¿No te acuerdas que tus hijos también son niños? Levántate, pues, y anda al solio donde se halla la Divina Esencia, preséntale tus llagas que aún chorrean de sangre y dile: que la tome para que con ella inyecte a los hombres para que vigorizados con ella, sepan defender sus derechos, tengan valor para aprestar a la lucha y vayan también sin miedo, sin cobardía al campo de batalla. No olvides a tus hijos, también hostilizados por los mismos tuyos. ¡Quién lo creyera! Vela por ellos, pues por sus venas también corre sangre guerrera, y mañana, cuando el clarín llame a la lucha, cuando las huestes del Divino Maestro se apresten a la defensa, también ellos, tus hijos, seguirán tu ejemplo y saldrán a la defensa de su Dios y de su Patria. No te olvides, como lo ofreciste, de pedir por todos los que nos hicieran bien, para todos, un lugar en la gloria.
+María Trinidad Martínez Viuda de Fernández, habiendo dirigido estas palabras a su esposo +José María Fernández muerto en campaña.  (aquí)
Epístola que fue publicada en el número del semanario católico La Palabra correspondiente al 18 de Octubre de 1931.

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