sábado, 9 de julio de 2011

¡VIVA CRISTO REY! MENSAJE AL MUNDO CIVILIZADO


México se hunde, ¡Oh pueblos civilizados del orbe! ¡México se hunde, y quizá para siempre, en los negros abismos de la infidelidad y la barbarie! La luz de la civilización que durante más de cuatro siglos iluminara sus destinos está por extinguirse agitada por el huracán de la revolución social más espantosa que jamás haya conmovido a pueblo alguno de la tierra. Y no son los detalles del edificio social los que se vienen abajo, son los cimiento mismos los que crujen y amenazan acabar con la existencia misma del edificio.
Ya no sólo es la Iglesia Católica la que va a perecer en este gran cataclismo, son todas las instituciones sociales las que van a ser arrastradas por las furiosas corrientes de la barbarie y del odio a la cristiana civilización. Su religión ha sido proscrita, sus sacerdotes han sido bárbaramente expulsados del seno de la patria o vilmente asesinados por la insaciable clerofobia de los nuevos Nerones, sus templos han sido profanados, violadas sus vírgenes y prostituidos sus jóvenes. De las escuelas ha sido arrancada la enseña de la Redención, y sus maestros ya no son libres para transmitir a las nuevas generaciones la herencia moral que recibieran de sus antepasados, sino que fatalmente están inoculando a los nuevos vástagos el virus de la inmoralidad y de la disolución social. Nuestras riquezas han sido dilapidadas por los modernos Epulones a quienes no bastan sus pingües rentas para hartarse de placeres en bacanales y orgías. Nuestro crédito es nulo, nuestra industria está muerta; la agricultura ya no nos da el sustento necesario y por todos los campos de la Patria se agita gigantesco y terrible el espectro del hambre. Los asesinatos se multiplican, las deportaciones se aumentan y las cárceles ensanchan sus hediondos senos. El tirano, sediento cada vez más de sangre de Cristianos, ya no disculpa edad, ni sexo, ni condición de personas, siempre que las inermes víctimas no logran escapar de las garras de sus crueles sayones.
En México ya no existen la Constitución, ni leyes , ni magistrados dignos de tal nombre: el capricho del tirano es la suprema ley, y su voluntad se ha impuesto a todos los órdenes y grados de los ciudadanos. De no cambiar súbitamente el curso de los acontecimientos, México será sustraído por completo a la civilización occidental y girará en torno de la barbarie comunista; esto es: perderá la fe de sus padres que es el más rico tesoro que ahora poseemos y retrogradará a las tinieblas del viejo paganismo. Más aún: irá a las sombras de la muerte herida por la Piedra Angular contra la que van a estrellarse todos los que maquinan contra la Iglesia y su Cristo… Existe un buen número de mexicanos que han conservado la fe en sus padres y en cuyos pechos arde la caridad de Cristo.
Tales son los mártires de la presente epopeya cuya sangre generosa es suficiente para borrar nuestros crímenes y nuestras cobardías; tales son los valientes soldados que han preferido empuñar la espada vengadora en los campos de batalla a engrosar las filas de la esclavitud; tales son las pléyades de mexicanos que, sin ir a los campos de batalla, honran a su Patria y glorifican a Cristo Rey, en las mazmorras, en las cárceles, o bien en las dichosas Islas santificadas ya con la presencia de tantos confesores de Cristo… México se hunde, porque nosotros los sacerdotes, los abanderados de la causa de Dios, hemos sido también indiferentes a las lágrimas de nuestro pueblo y no hemos venido prontamente al auxilio de los buenos mexicanos que han luchado y luchan valerosamente por la causa de la libertad. Es muy cierto que estamos pobres, que hemos sido ya despojados de nuestros bienes por la avaricia insaciable del jacobinismo mexicano; pero todavía la Iglesia, pobre y desvalida, tiene en sus manos unas cuantas monedas. ¿Porque no entregarlas a los soldados de la libertad? ¿Porque no desprendernos de nuestras alhajas y muebles para salvar la causa de la civilización? ¿Porque no alentar con nuestras palabras y ejemplos a tanto acaudalados ambiciosos para quienes nuestra conducta sería un argumento decisivo para excitar su largueza y generosidad? Si hay causa justa y santa alguna vez para agotar los tesoros de la Iglesia, esta es sin duda la causa de la libertad de la Iglesia. La Iglesia sin libertad no puede ser, ni se concibe, como no se concibe un hombre sin alma o un entendimiento sin luz. Es necesario que la Iglesia exista antes que todo. No puede la Iglesia ejercitar su ministerio divino, si ella no existe, y no existirá donde carezca de libertad para ejercer su celo. Luego todos los arbitrios de que ella disponga para conseguir su fin deberían emplearse en asegurar su existencia ante todo, y recuperar aquella libertad que es de todo punto indispensable para el ejercicio de su ministerio.
Nadie puede impedir la vida de la Iglesia, sin contrariar la voluntad de Jesucristo; luego no existe ley humana alguna ni puede existir, que se oponga a esta ley de la conservación o que ponga trabas a la lucha para la conquista de la libertad. México se hunde, finalmente, porque la tiranía imperante, contando con la complicidad de todos los pueblos de la tierra, ha jurado la ruina total de la Nación Mexicana. Sus golpes han sido certeros y terribles; porque no ha habido un solo pueblo que levante su voz en medio de esta orgía de sangre y exterminio y ponga un valladar infranqueable a los desmanes de un despotismo feroz que da en rostro a todas las naciones civilizadas en la tierra.
“Verdaderamente decíamos en Nuestra Sexta Pastoral, no alcanzamos a comprender cómo los pueblos civilizados hayan contemplado impávidos los ultrajes hechos con tanta osadía y descaro, no sólo a la dignidad de un pueblo, sino aun a la civilización universal”.
Y sube de punto nuestra admiración y extrañeza al considerar que desde el asalto al Templo de la Soledad, hasta el momento presente, la tiranía no ha dado punto de reposo en su obra de destrucción y de barbarie, y sin embargo, cuente aún con la amistad y cordiales relaciones de los pueblos más grandes y cultos de la tierra. Porque nosotros, que hemos aprendido del Maestro a llamar las cosas por su nombre, no podemos que menos de hacernos la siguiente reflexión: O la obra de la barbarie que realiza Calles en México es del agrado de los pueblos, o no, si lo es,
¿porque tantas declamaciones contra el bolchevismo considerándolo como la lepra de la humanidad? ¿Porque las naciones no se arrojan a los pies de la Internacional y confiesan su derrota? Y si no, ¿porque toleran un pueblo del Mundo de Colón sea descuartizado tan bárbaramente por los enemigos de la civilización?
Porque no podemos dudar un momento que los clamores de la víctimas hayan llegado hasta las naciones civilizadas, y que las deportaciones y matanzas que el gobierno callista realiza  diario sean conocidas por nuestros hermanos.
Además, son del dominio público internacional las amenazas de Calles contra la propiedad privada, caso de no prestar obediencia a sus leyes absurdas; y debiendo observarse que dichos atentados implican la abolición del concepto clásico de la propiedad tal como es aún hoy día en el Derecho Internacional, y contra las compañías petroleras más poderosas de Norteamérica. ¿Cómo explicar, pues, la actitud pasiva, por no decir complaciente, de los Estados Unidos y de los demás pueblos de Occidente, frente a los excesos del callismo? ¿Cómo concordar con sus tradiciones libertarias su actitud medrosa y espectante ante una tiranía incalificable que ha conculcado los derechos más sagrados de su pueblo junto con los derechos más sagrados de la humanidad? ¿En donde está aquella caballerosidad de España para vengar los agravios hechos, no a una dama cualquiera, sino a la Iglesia Católica, su Madre, y a la Nación Mexicana, su hija predilecta? ¿En dónde está aquella bizarría de los franceses para sostener en todas partes el imperio de la Justicia y del Derecho de Gentes? ¿En donde aquella grandeza y heroísmo de Inglaterra para defender en todas partes, aún en las apartadas regiones, los fueros de la libertad? ¿En dónde, finalmente, aquel horror innato a la esclavitud que tanto blasonan los Estados Unidos de Norteamérica, y que les ha movido a prestar auxilio a Armenia, a Irlanda y a los pueblos de otros continentes en idénticas circunstancias, cuando a un paso de distancia encuentran a un pueblo herido de muerte por la tiranía y la revolcándose angustiosamente en un charco de sangre? ¿No seremos, por ventura, dignos los mexicanos de la atención del mundo civilizado cuando, en los estertores de la muerte, dirigimos nuestras miradas suplicantes y nuestros descarnados brazos hacia los pueblos que pueden y deben ayudarnos? El pueblo mexicano ha sido despojado por la tiranía no sólo de sus derechos más sagrados sino también de las armas necesarias para la defensa de esos mismos derechos; ha sido azotado bárbaramente por la tiranía, y robado y esquilmado por sus eternos opresores; y, sin embargo, el pueblo mexicano se defiende en los campos de batalla, y protesta en los campos del honor, y clama, y gime, y se retuerce bajo la bota opresora del tirano, y derrama su sangre generosa para alcanzar la conquista de su libertad. 
El pueblo mexicano, finalmente, se hunde en los abismos de la muerte porque, no sólo los gobiernos oficialmente le han despreciado, sino que también los pueblos católicos mismos han visto con desdén sus atroces sufrimientos. Fuera del Sumo Pontífice de la Cristiandad, que de veras se ha preocupado por México, ¿que han hecho las demás Iglesias para aliviar siquiera nuestros males y socorrernos en nuestros infortunios? Ya no queremos vanas protestas de simpatía, ni artículos de periódicos u obras literarias más o menos candentes contra el despotismo: queremos algo más efectivo… Queremos unas cuantas monedas para aliviar tanta miseria y librar a nuestros hermanos del hambre y de la muerte.
Nuestros soldados perecen en los campos de batalla acribillados por las balas de la tiranía, porque no hay quien secunde sus heroicos esfuerzos enviándoles elementos de boca y guerra para salvar a la Patria. Queremos armas y dinero para derrocar a la oprobiosa tiranía que nos oprime y fundar en México un gobierno honrado que garantice el ejercicio de las verdaderas libertades…
San Antonio, Texas, a 12 de julio de 1927.
+José de Jesús, Obispo de Huejutla

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