miércoles, 9 de junio de 2010

Testimonios sobre la Revolución Cristera


Los grandes testimonios son aquellos en que la vida es interceptada por las convulsiones de la historia
Más de un siglo de la historia de nuestro país estuvo marcado por las difíciles relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado. De este episodio los años más álgidos fueron, sin duda, los de 1926-1929. La guerra cristera, como todo conflicto bélico, tuvo un periodo de gestación y otro de conclusión que rebasa con mucho los años del levantamiento armado.



Este conflicto, que involucró a las dos instituciones más importantes, la Iglesia Católica y el Estado, tuvo su origen durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando el gobierno del presidente Juárez promulgó las Leyes de Reforma para institucionalizar la separación de poderes y fortalecer al Estado Mexicano.

El proceso legislativo de la reforma liberal tenía como metas:

I ) La desamortización de la propiedad corporativa, especialmente la eclesiástica, con el fin de poner en circulación recursos que no eran debidamente explotados.

II ) Nacionalizar los bienes eclesiásticos para desarticular el poderío económico y político del clero.

III ) Separar al Estado de la Iglesia.

IV ) Ejercer el dominio estatal sobre la población mediante el registro de la población, y

V ) Suprimir los fueros eclesiásticos y militares.

La primera respuesta de las corporaciones religiosas fue manifestarse en contra de estas medidas sobre todo las relativas a la venta de sus propiedades y la amortización de sus capitales, por considerar que afectaban el patrimonio de la Iglesia, pero hubo otro aspecto alrededor del cual movilizaron a los fieles católicos: el establecimiento de la libertad de cultos, estipulando en el artículo 15 de la constitución del 5 de febrero de 1857.

La inconformidad del clero mexicano fue avalada por las declaraciones del papa Pío IX en contra de la legislación reformista y el proyecto de constitución mexicana, lo que propició que algunos obispos decretaran ilícito “que los católicos juraran obediencia a la constitución, indicando que quienes lo hicieran no podían recibir los sacramentos si antes no se retractaban públicamente.”

Aunque la batalla parecía perdida para la Iglesia Católica, durante el régimen porfirista se establecieron relaciones cordiales y la aplicación de la ley se mantuvo en suspenso. Fue en este contexto, durante las primeras décadas, del siglo XX, cuando la Iglesia católica promueve la organización de la sociedad civil como parte de su apostolado, aprovechando su infraestructura y siguiendo los principios de la Encíclica Rerum Novarum. A través de estas organizaciones parroquiales y gremiales se formaron destacados cuadros dirigentes quienes, llegando el momento en 1926, condujeron el levantamiento armado del pueblo.

Para la generación que vivió esta época de cambios profundos era imposible permanecer ajeno al conflicto. Participar en la guerra cristera significó ser partícipe de los grandes acontecimientos que han marcado nuestra historia nacional; fueron arrastrados por las aguas caudalosas del río revuelto en que estaba convertida nuestra nación. Fue para los jóvenes de ese tiempo porque así se manejo en el discurso del Episcopado Mexicano un acto de conciencia. La defensa de la fe y de la libertad de culto, que desde su perspectiva se veía amenazada por el gobierno de Calles, era considerada una misión a la cual se estaba predestinando. Por eso tomaron las armas y por eso, en algunas regiones, sobre todo las más conservadoras, se estuvo de acuerdo con los arreglos entre las cúpulas a pesar de no haber entendido en qué consistían.

La guerra cristera fue una lucha desigual y fratricida que alcanzó a cubrir tres cuartas partes del territorio nacional con cincuenta mil creyentes levantados en armas, además del apoyo logístico que se les brindaba en ciudades y pueblos. La resolución formal del conflicto se dio, como ya es conocido, con los arreglos entre el gobierno de Emilio Portes Gil y, por parte del Episcopado Mexicano, el obispo Pascual Díaz y el arzobispo Ruiz y Flores en junio de 1929, a espaldas de los insurrectos; esto significó, para muchos combatientes cristeros convencidos, una traición. La mayoría entregó las armas obedeciendo las órdenes de la jerarquía católica y otros, los menos, continuaron en la lucha.

Quienes permanecieron, aún sin el respaldo institucional, estaban todavía convencidos de sus posibilidades de triunfo; nuevos grupos se les unieron, más que por abanderar la causa, por vengar agravios o por obtener beneficios personales. A esta nueva etapa de la lucha se le conoce comúnmente como la Segunda Cristiada y se desarrolló durante los años 1932-1938.

Aunque durante las décadas siguientes la lucha armada había dejado de ser una opción, las diferencias entre ambas instituciones no se habían resuelto y las asperezas en su relación continuaron latentes. Ambas, Iglesia y Estado, mantuvieron un profundo silencio con respecto al conflicto y, por supuesto, tampoco contemplaron hacer un balance sensato de su actuación en el periodo. Tal vez con ello se pretendía borrar de la memoria colectiva este episodio vergonzoso y así exculparse de su responsabilidad frente a la historia.



Para la Iglesia, si bien los cultos habían sido nuevamente abiertos a raíz de los acuerdos de 1929 en tanto que el estado se desentendía de aplicar la legislación que había causado tanto conflicto existía un nuevo problema al cual volcó sus energías, denunciando lo que consideraba un atentado a los preceptos y la moral católicos: la educación socialista. En los boletines parroquiales de las décadas de los años treinta y cuarenta hay críticas exacerbadas con respecto a la educación que imparte el Estado a través de las escuelas oficiales, a la cual consideran ateizante y de ideas comunistas.

Algunos de los curas de las parroquias de los pueblos amenazaban con excomulgar a quienes mandaran a sus hijos a estudiar en las escuelas de gobierno, en tanto que a los padres de familias católicas se les amenazaba con la prisión si enviaban a sus hijos a las escuelas parroquiales. Como puede observarse, el conflicto seguía latente a través de otras instancias.

Fue hasta 1988 con el acercamiento salinista con el Vaticano, cuando las relaciones diplomáticas entre ambos Estados toman un nuevo giro que pretende subsanar sus diferencias. La reforma al artículo 130 constitucional, que otorga personalidad jurídica a la Iglesia (reforma que fue pensada en relación con la Iglesia Católica y que necesariamente hubo de ampliarse a las demás denominaciones) marcó el inicio de una nueva etapa. A muchos sorprendió la presencia de altos prelados católicos en la toma de posesión de Carlos Salinas de Gortari como presidente de los Estados Unidos Mexicanos en 1988, pero esta invitación era el anuncio de los cambios que el nuevo régimen intentaba y que culminó con la reforma citada en 1992. En este nuevo contexto la jerarquía de la Iglesia Católica inicia el proceso de canonización de los mártires de la guerra cristera, que culminó en el Gran Jubileo de mayo del 2000.

Estos procesos de canonización pueden interpretarse como una respuesta de la jerarquía a un problema no resuelto; problema que sigue estando presente en la conciencia histórica con muchas implicaciones que causan confusión, crisis de conciencia, dificultades en la integración de la identidad cultural, falta de credibilidad en la institución y la búsqueda cada vez mayor de nuevas opciones religiosas. Podemos preguntarnos hasta qué punto el actual crecimiento y desarrollo de ofertas religiosas no católicas en el centro occidente de México es producto del desaliento provocado por la decisión de la jerarquía católica, primero de involucrar a sus fieles en una guerra por la defensa de la institución expresada en el contexto como defensa de la fe y posteriormente de aceptar los arreglos sin consultar a los grupos levantados en armas.

¿Cómo influyó esta decisión en el juicio de los fieles católicos? Para responder a esta pregunta consideré indispensable recuperar de viva voz los testimonios de esa generación que estaba extinguiéndose; había que conservar las narraciones de sus experiencias perpetuándolas a través de la escritura, porque era éste el medio al cual yo tenía acceso y posibilitaría compartir estas vivencias con un público lector muy amplio. Pensaba como Halbwachs, que “ cuando la memoria de una serie de acontecimientos o que haya recibido un relato vivo de los mismos de parte de los principales actores y espectadores cuando esta memoria es dispersa en los espíritus de algunos individuos perdidos en nuevas sociedades a las que estos hechos ya no interesan porque les resultan decididamente exteriores, entonces el único medio de salvar tales recuerdos es fijarlos por escrito en un relato continuado, ya que, mientras las palabras y los pensamientos mueren, los escritos permanecen.”

Testigos y protagonistas, excombatientes del ejército federal o del ejército de Cristo Rey, reflexionaron con el paso de los años sobre el papel que jugaron y el significado de su lucha; asimilaron sus experiencias en su particular visión del mundo, la cual, al transmitirse, se incorporó como parte constitutiva de nuestra conciencia histórica.



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